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Chico Carlo


Juana de Ibarbourou



PRÓLOGO



Cuando queremos mirar nuestra infancia lejana ¿qué luz fantasmagórica* nos ilumina la escena,? Esa niña de ojos vivos y sueño puro ¿era yo misma? ¿Me he desdoblado de ese capullo, he seguido caminando por la vida desde esa casa y ese jardín? Yo sé que existieron todos los seres que veo moverse en ese tiempo casi inconcebible, de repentinos presentes, de pretéritos remotísimos y que Feliciana, mi negra aya, con su querida habla, mezcla de portugués y castellano*, me donó la oración, la fábula, el canto de cuna y la gracia invalorable del mimo, pan nutriz.*. Yo sé que Chico* Carlo* constituyó, sin que yo misma lo supiese hasta ahora, mí primer amor; que Payaso*, pobre resto de la ruina de un circo ambulante, con el negro rostro cruzado por blanquecinos tatuajes, cuidó de mi padre, su caballo y sus higueras con una paciencia seráfica; yo sé que Tilo* me dio su festivo cariño cuando más necesitaba de alegría y ternura y que yo tuve adoración por la pobre bestezuela que sólo para mí era hermosa. Yo sé que fui tierna, feliz, amada, buena, que todo lo que narro en este libro es verdad, y que la vida entonces era como el paraíso de los elegidos de Dios. ¡Y todo me parece un cuento!











luz fantasmagórica. La que sirve para mostrarnos figuras por medio de una Ilusión óptica.

mezcla de portugués y castellano. Lenguaje fronterizo que se habla en la zona limítrofe uruguayo-brasileña.

nutriz. Neologismo, por "nutricio", "nutritivo", "alimenticio".

Chico. Portuguesismo; sobrenombre usual equivalente a Francisco. debe y suele pronunciarse la che Inicial casi como la ch francesa o la x del español antiguo o mejicano.

Carlo. Por apócope equivalente a Carlos.

Payaso. El negro apodado Payaso, del que se habla en el capítulo:”La guerra”

Tilo. Nombre del perro, cuya descripción figura en el capítulo titulado: “Tilo".






ÍNDICE



Las coronas

La mancha de humedad

La nodriza y el cielo

La hermana y el monstruo

Chico Carlo

La estrella

La fuente de los sapos

Tilo

La reina

El Padre Eterno

Chico Carlo y su rifle

Abuela Santa Ana

Soldado de policía

La niña, el príncipe y el café con leche

La mujer de barba azul

La guerra

Duendes de Cerro Largo






RESUMEN CRONOLÓGICO DE LA VIDA DE

JUANA DE IBARBOUROU




Uruguaya. Nació en Melo (capital del departamento de Cerro Largo) a fines del siglo pasado. Cuando le inquirimos sobre el año, mes y día de su nacimiento, contestó: "Dios está mejor enterado que yo". Fueron sus padres: Vicente Fernández y Valeriana Morales, de cuyo matrimonio, de varios hijos, es la menor. Comenzó a escribir sencillos poemitas, mientras cursaba estudios primarios, únicos que realizó.


1914 Publica poemas en el diario "El Deber Cívico", de su ciudad natal.


1017 Casa con el capitán Lucas Ibarbourou, hijo de un médico vasco-francés.

Comienza a usar el seudónimo Jeannette d'lbar, que luego abandona


1918. Desde "La Razón", el periodista Vicente A. Salaverri saluda la Presencia de la poetisa en Montevideo y anuncia la próxima publicación de su primer libro. Comienza la consagración de la poetisa.

1918 Nace su único hijo. Edita, en Buenos Aires, su primer libro de poesía: Las lenguas de diamante, que la crítica hispanoamericana elogia unánimemente.


1920 Con Pórtico, de Miguel de Unamuno, en el Nº 1 del año 1 de la publicación mensual montevideana,"Selección literaria", aparece Poesías escogidas, pequeña antología de composiciones éditas e inéditas. Aparece, en Montevideo, El cántaro fresco, motivos poéticos en prosa.

.

1922 Tras una larga residencia en el campo, "harta de la vida civilizada", publica Raíz salvaje, libro de versos en que elogia la vida campesina.


1924 Publica Páginas de literatura contemporánea, selección de prosa y de poesía, que el Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal adopta como texto para las escuelas públicas.


1927 Destinado a la enseñanza literario-moral de los escolares, edita, en Montevideo, Ejemplario, páginas poéticas de prosa sencilla.


1929 El 10 de agosto, en el salón de los "Pasos Perdidos" del Palacio Legislativo del Uruguay, en imponente ceremonia, presidida por Juan Zorrilla de San Martín, es proclamada por Alfonso Reyes, "Juana de América", título continental propuesto por José Santos Chocano


1930 En Montevideo, aparece La Rosa de los vientos, poemario que señala una reacción consonante con modernas corrientes líricas. El libro es premiado por el Ministerio de Instrucción Pública. En Madrid, corno primera antología, se edita Sus mejores Poemas.


1934 Con breve intervalo, se publican, en Montevideo, Estampas de la Biblia, exaltaciones de personajes bíblicos en prosa poemática, Y Loores de Nuestra Señora, poemas religiosos.


1935 Continúa su obra mística con un poema, invocación a San Isidro.


1938 En enero, junto con Gabriela Mistral y Alfonsina Storni, interviene en la llamada "tarde ática" de los Cursos Sudamericanos de Vacaciones, celebrados en Montevideo, para contar cómo escribe sus versos.


19U Fallece su esposo.


1943 El 10 de febrero, es designada para formar el núcleo inicial de la Academia Nacional de Letras del Uruguay, fundada en la misma fecha.


1944 Edita un poema apologético, Fundación de la Iglesia católica.


1945 Es su año culminante. Reúne en libro, cinco obras de teatro para niños, Los sueños de Natacha, que contiene, además de la que le da nombre al volumen, "La mirada maléfica", "Caperucita Roja SI dulce milagro", y "los silfos". Aparece Chico Carlo. Agrupa en un pequeño volumen, tres breves biografías: Roosevelt, Sarmiento, Martí. Obtiene el Primer Premio a la producción artístico-literaria del Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay. El gobierno uruguayo adquiere la propiedad de la producción literaria, édita e inédita, de sus obras en prosa y en verso.


1947 El 7 de noviembre ingresa a la Academia Nacional de Letras del Uruguay y termina su discurso de ingreso diciendo: Mi divisa puede ser ésta: "Soy fiel', y la poesía me tendrá hasta la muerte.


1949 Fallece su madre.


1950 Aparece Perdida, libro de versos que corrobora la madurez lírica de la poetisa.


1951 El gobierno mexicano le otorga una distinción singular: le discierne el título de "Huésped de Honor permanente" de la-ciudad-capital de México.


1953 La "Unión de Mujeres Americanas", residente en Nueva York, le concede el título de "Mujer de las Américas de 1953", por su distinguida labor literaria, en Buenos Aires, Azor, poemas que aparecen todas sus cualidades poéticas.

Prepara sus Obras completas. Colabora en todas las más importantes publicaciones de "Hispano-América. Sus poemas han sido traducidos al francés por Francis de Miomandre y sus obras de teatro para niños, por Armad Godoy. Numerosos gobiernos le han otorgado condecoraciones, y universidades e instituciones culturales, distinciones honoríficas. Su primer viaje al extranjero acaba de realizarlo a Estados Unidos de Norteamérica; sin embargo, ha dicho que ha recorrido "todo el universo en la ambición y el ensueño”













ESTUDIO PRELIMINAR



1 - LA AUTORA Y LA OBRA EN SU ÉPOCA


Juana de Ibarbourou -Juana de América, como dio en llamarla José Santos Chocano y la proclamó (1929) Alfonso Reyes, en solemne acto de resonancia continental- nació en Melo, capital del departamento de Cerro Largo en la República Oriental del Uruguay. Juanita Fernández es hija de Vicente Fernández y de Valeriana Morales. Jeannette d'lbar fue su nombre literario cuando aún no era una de las grandes poetisas del habla española contemporánea. Según Gustavo Gallinal, "nunca más delicada sensibilidad de mujer se expresó en idioma castellano.

Al escritor Vicente A. Salaverri corresponde, cronológicamente, el honor de habérnosla traído al plano de la popularidad y de la gloria. Porque tal fue el fruto de su primigenia labor poética: asombro y deslumbramiento a un mismo tiempo.

No pudo ocurrir de otra manera. Cuando aparecieron (1918), en "La Razón" de Montevideo, los poemas -audaces y montaraces- de Juana de Ibarbourou, llevaban cuatro años de vida los Sonetos de la muerte (1914) con que amaneció la poesía de Gabriela Mistral en Chile; desde la desaparición de Julio Herrera y Reissig (1910) no había transcurrido una década; y la sugestiva Alfonsina Storni acababa de publicar su primer libro, La inquietud del rosal (1916) en la República Argentina. La historia de la literatura uruguaya femenina contaba ya con nombres definitivos: Delmira Agustini, desaparecida en una tragedia absurda (1914); María Eugenia Vaz Ferreira, sobreviviendo y apagándose intelectualmente.

Pocos meses después de conocidas las poesías de Juana de Ibarbourou, aparecieron Las lenguas de diamante (1919) y, al año siguiente, las deliciosas prosas poemáticas que componen El cántaro fresco,. Desde entonces, entre prosa y verso, la obra de Juana se multiplica. Sucesivamente aparecen, además de varias antologías fragmentarias: Raíz salvaje (1922), poemas; Ejemplario (1924), libro de lectura para escolares; Páginas de literatura contemporánea (1924), Selección de prosa y verso; La rosa de los vientos (1930), poemas de imágenes, Invocación a San Isidro (1933), ofrenda lírica; Estampas de la Biblia (1934), exaltación poemática de figuras bíblicas; Loores de Nuestra Señora (1934), páginas de poesía apologético; Chico Carlo (1944), cuentos autobiográficos; Los sueños de Natacha (1945), cinco obras de teatro para niños; Roosevelt, Sarmiento, Martí (1945), ensayos biográficos; Perdida (1950), poemas; Azor (1953), poemas; Biografía de mis libros, historia anecdótica y comentarios, de próxima aparición.



II - SU EVOLUCIÓN POÉTICA


La evolución poética de Juana de Ibarbourou señala una morosa y progresiva persistencia en el perfeccionamiento de la forma, en la hondura del pensamiento y en la sedimentación del proceso emocional, sin dejar de estar atenta a las voces del tiempo.

Desde los poemas de casta desnudez paradisíaca de Las lenguas de diamante - que parecen nuevas y musicales canciones de Bilitis - , hasta estas reconditeces líricas de Azor, cuyos originales inéditos están temblando en nuestras manos mientras escribimos, la labor de Juana muestra y anuncia un permanente afán de nuevos rumbos, sin dejar de conservarse fiel a sus comienzos. Cierto es que, desde la aurora virginal de desnudez desafiante, hasta la serenidad perfecta y armoniosa de la tarde otoñal en que otea y vive, vencedora.


fiel ensueño soñado,

la libertad de alondras y laureles",


su poesía se ha ido alquitarando para lograr las mejores esencias de sensibilidad. La lejana muchachita pueblerina que abrió su espíritu a la poesía entre las arrogancias románticas de Espronceda y el llanto recóndito de Rosalía de Castro -escuchados en la voz morriñosa de su padre gallego--, siguió siempre fiel a los impactos sentimentales de su adolescencia.



III - JUANA Y LA LITERATURA INFANTIL


  1. Fuentes.


Juana de América se dirige al mundo infantil por la doble vía del¡ cuento, que es "una reminiscencia memorística", y del teatro para niños, que es "una prolongación feérica y llena de gracia de la realidad..."'. Y también, por medio del comentario y de la exaltación de las páginas de la Biblia, cuyas parábolas son fuentes de eterna poesía. La Biblia fue siempre para la autora de Chico Carlo, "el enorme poema histórico y divino" que, noche a noche, necesitó leer para enriquecer de belleza su mundo de fantasmas. Particularmente, el Antiguo Testamento le ha inspirado notables páginas: es fiel testimonio su bello libro Estampas de la Biblia en que, como en un friso de ensueño, pasa "un desfile de figuras corporizadas y vívidas" que, casi por milagro -lo dice la poetisa-, te hablaron, con acento profético y voz poética, en una noche inolvidable. En la Biblia, Juana cosechó sus más fecundas emociones, y así lo confiesa: "El miedo, el asombro, el deslumbramiento, el terror, la admiración, la piedad, casi todas las emociones humanas, nacieron para mí, ingenuamente, en las páginas de aquel libro"'.



  1. El rnodo: "Arte de encantar”.


La literatura 'infantil presenta peligrosos escollos que, muchas veces, los mejores hablistas no han podido salvar o no han logrado eludir. No es el menos difícil, el de caer en la simplicidad -que no es la sencillez~, o el de incurrir en bobería para evitar dificultades de comprensión en los pequeños lectores u oyentes. Las madres y las abuelas son maestras en el arte de hablar y de atraer a los niños. Esos primores narrativos, traídos o llevados por la tradición folklórica, son fruto de la más dulce femineidad y tienen sus exigencias normativas felizmente no traducidas para el recetario de la preceptiva literaria. Generalmente, el universo infantil está poblado de "animales conversadores y de fantasmas vagabundos", de casos inverosímiles -Y de verdades increíbles; pero, todo en él fraterniza y se nutre con elementos humanos de desbordante vitalidad. Por esto los héroes infantiles no se vulgarizan, aunque universalmente se popularicen. Así anda, recordemos, Caperucita Roja, desde hace más de cien años recorriendo el mundo de los cuentos, sin que decaiga su inmarchitable encanto.

Juana de Ibarbourou, que escribe -mejor dicho- "habla en criatura que recuerdas* posee esa virtud maternal de contar con gracia, que según Gabriela Mistral, es, al mismo tiempo, "arte de encantar". Sus páginas evocativas, recogidas en Chico Carlo y escritas en lengua casi conversacional de tierna charla de abuela, logran la maravilla de conquistar la atención del más inquieto auditorio infantil. Están henchidas de risueños episodios, de sentimentales reminiscencias y de románticas saudades, que muestran "todo ese mundo fresco, cándido, encantador y puro que ilumina la infancia".. *



c) Chico Carlo.


Chico Carlo es una serie de cuentos infantiles con los que Juana revive y fantasea los días de sus primeros años. La narra dora de 1944 añora a la -"niña vivaz' y a la "jovencita huraña" que alentó en la Susana protagonista de su evocación literaria y sentimental. La hace revivir como si fuese la corporización de un personaje de episodios humildes, entrevistos por la fantasía, en el mundo prodigioso de los sueños de la infancia. Tal animación tiene lo narrado y tanta verosimilitud, los seres, hechos y paisajes evocados, que lo fantástico interfiere con lo verdadero de la realidad vivida. Lo biográfico auténtico se transforma en asunto literario impersonal o determina reflexiones éticas de mayor o menor trascendencia, porque la poetisa se convierte, alternativamente, en actora y espectadora de las vivencias de sus días infantiles o adolescentes. Bastará leer relatos tales como La reina, o Chico Carlo y su rifle, para comprobar esta simultaneidad y paralelismo de autora y personaje con que se anima, prodigiosamente, el desenvolvimiento de cada narración. Parecería que se renuevan en Juana, aquella "luz obstinada' y aquella 'expresión ausente" con que traducía, en su emoción, la realidad y la identidad de sus mañanas distantes.

"Instinto piadoso de -venda y bálsamo" que no ha perdido nunca-, ni en el dolor ni en la alegría, inspiran estas vivencias poéticas en que la reminiscencia autobiográfica se entrelaza con la imaginación creadora para darle la ocasión de evidenciar "el orgullo de sonreír".

Esta violación del canon retórico, más aparente que real, agilita los cuentos con sorprendentes enálages que se entremezclan con el sucesivo cambio de escenario de la acción. Lo contado adquiere movilidad. Se desplaza dinámicamente la escena de manera feliz, por el acierto de tal recurso teatral aplicado al retablo literario.

Andando, sufriendo y cantando, vale decir, -viviendo intensamente, Juana de Ibarbourou fue siempre fiel a su irrefrenable vocación poética, desde la niñez adolescente hasta su actual y plena madurez. Así lo dijo, desnuda su alma, al pronunciar, el 7 de noviembre de 1947, su discurso de ingreso a la Academia Nacional de Letras.


JOSÉ PEREIRA RODRÍGUEZ


Setiembre, 1953.




1 Los sueños de Natacha, Impresora Uruguaya, S.A., Montevideo, 1951.

2 Estampas de la Biblia, Edic. de la Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense, Montevideo-Buenos Aires, 1934.

3. Chico Carlo, Edición de la Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense, Montevideo-Buenos Aires, 1934. XVII

4. Los sueños de Natacha, Ediciones Liceo, Montevideo, 1945.

5. Chico Carlo, Casa A. Barreiro y Ramos, S. A., Montevideo, 1944.







LAS CORONAS

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Todos los sábados íbamos al cementerio del pueblo a llevarles flores a nuestros muertos. Pero no era una visita triste, sino amable, casi alegre, y cuyo interés empezaba desde que, muy temprano de la mañana, me decía mi madre:

-Vamos a juntar las flores.

Cada muerto tenía las suyas especiales, según la estación. Para los abuelos, alelíes, menudos jazmines y verónicas; nardos para la tía Cecilia, segada a los dieciocho años por una pulmonía que le hirió la espalda como una centella al salir de su primer baile; de los tres hijos pequeños eran los canteros de virreinas y clavelinas en el verano; el de las violetas, en el invierno: turcas, de pétalos rizados, para Juanita, que se fue al cielo al echar sus dientecillos de leche; dobles para Tomasito, el primogénito, quemado por una fiebre de 40 grados antes de cumplir el año; blancas para Evangelina, la única rubia de nuestra morena familia y de la que aún guardamos bajo el vidrio de un relicario dos rulos pálidos como seda deshilachada. Eran muchos más. Hermanos, tíos, primos y primas. De ninguno se olvidaba nunca mi madre. Durante una hora, por lo menos, con las manos húmedas de rocío, formábamos ramilletes respaldados por dentadas hojas de helechos y culandrillos, cuyo bosque trémulo ocupaba todo un ancho rincón del inmenso patio techado de parras. Mi madre hablaba de sus muertos con una serenidad que le venía de la frecuentación del recuerdo. Llevarles sus flores todas las semanas era, para ella, tan agradable y natural como una visita a la casa de parientes bien queridos.

-¿Dónde están, Susana, las frescias de Olivia? A ver, remolona, ata de una vez los azharcillos de Victorina. Corta ahora más varas de San José. El sábado anterior el ramo de Vicentito resultó muy pobre. ¡Las nueve ya! ¡Corre a traer tu sombrero de paja y mi sombrilla!

Ella iba pausadamente, con su cesto lleno de perfumes y colores* en el brazo, resguardada del sol bajo su sombrilla de blondas. Yo corría adelante, de seto en seto, pues apenas salíamos de las estrechas callejuelas tomábamos un ancho camino de tierra bordeado de espinillos dorados y guacos de minúsculos capullos, en torno de los cuales mariposas, abejorros y avispas trazaban en el aire interminables arabescos. En seguida que cerrábase detrás nuestro* el chirriante portón ferrado de la quinta, mi madre sostenía un largo diálogo que se iniciaba con los vecinos que barrían sus veredas y era continuado con cuanto conocido encontrábamos en el trayecto.

-Buenos días, doña Cándida; ¿sigue mejor su marido?

-Adiós, Pastora. Da mis saludos a tu mamá.

-¿Cómo va tu pollada, Jacintita? ¿Se crían bien las pavas del monte que se llevó Dalmacio?

-Ya sé que Ignacito tiene hoy 38 grados. Es mucho, tan temprano. Envuélvalo en un vendaje frío y dele agua de duraznillo blanco, Pepe. Verá qué santo remedio.

Han transcurrido más de treinta años y, si cierro los ojos, todos, estos recuerdos están dentro de mí tan vivos, tan nítidos, como si fuesen lo presente todavía. El pueblo ha de haber cambiado mucho. Me dicen que el cementerio está remozado por grupos de plantas espinosas y nuevos "cupressus pyramidalis"*, de acuerdo con el gusto moderno. En las altas paredes de los nichos ya no se ven viejas coronas de papel descolorido y amarillas siemprevivas, pues nada más que flores frescas, arrojadas al horno crematorio en cuanto se marchitan, son ahora permitidas como ofrenda a los seres que se han ido. Pero yo sigo teniendo en mi corazón, tal como era entonces, aquel plácido cementerio de mi infancia. junto a la puerta dos inmensos paraísos amorosos, pesados de menudas corolas moradas, llenaban el aire de una fragancia que percibo todavía. A la derecha del anchísimo zaguán de mármoles blancos y negros estaba el depósito de las urnas funerarias; a la izquierda, la reducida capilla con su Dolorosa vestida de terciopelo "ruso" bordado de lentejuelas y su Cristo con llagas de un carmesí desvanecido. Mi madre, con el canastito multicolor y la sombrilla cerrada bajo el brazo, iba de tumba en tumba, dejando sus oraciones y. floridos ramos. Para nuestros muertos no existía el olvido. Algo familiar y tibio debía envolver, corno un hálito vital, sus pobres huesos. Mi madre era una firme guardiana de sus afectos. Entretanto, yo me perdía por los senderos de piedra ornada de boj y botón de oro, donde también zumbaba la vida. El cementerio no tenía para mí nada de triste ni de temeroso. El miedo al aniquilamiento de la muerte aún no había nacido en mi corazón. Y me gustaba, de modo extraordinario, releer las inscripciones, admirar los sepulcros con figuras de mármol y curiosear, dentro de sus cajas transparentes, los retratos que la luz decolorante de nuestros vivos estíos iba volviendo pecosos y desdibujados. Pero, sobre todo, admiraba apasionadamente unas coronas de cuentas de cristal y mostacilla que colgaban sobre la entrada de m nicho perteneciente a una vieja familia de la región. Una, sobre todo, que tenía en el centro, sostenido en el aire por una diagonal de alambre, un ángel de porcelana con banda azul y alas doradas me parecía deslumbradora.

--Cuando yo me muera -pensaba- quisiera que me pusieran una corona así.

Y no dejé nunca de ir a contemplarla cada vez que llegábamos al cementerio; de contemplarla como un lujo inaccesible, como un tesoro inalcanzable. Las coronas de abalorios llegaron a ser, entonces, mi ambición más cara.

Un año, al aproximarse el 2 de Noviembre, una de las tiendas* del pueblo en su exigua vidriera un par de coronas casi iguales a las de mis suspiros. Desde entonces, aunque sólo fuese por un carretel de hilo que me mandaran comprar en el comercio más próximo, yo cruzaba corriendo toda la villa para ir a adquirirlo en la casa de don Crisanto. Tardaba, naturalmente, el doble de lo debido, y más de un tirón de las trenzas me costó la contemplación extasiado de lo que, en la fuerza de mi candoroso deseo, constituía ya una verdadera obsesión . Frente a mi casa vivía una niña de mi edad -ocho o nueve años a lo sumo- y llegué a contagiarle mi entusiasmo por las preciosas coronas. Con la nariz achatada contra el vidrio del escaparate de la tienda de don Crisanto contábamos las brillantes hojitas de cuentas menudas y verdes, enhebradas en fino alambre, las violetas temblando sobre sus tallos de cristal, las miosotis azules y los morados pensamientos con el centro de oro. Margarita había elegido la que decía, "Souvenir"* en un lazo atado en su parte más alta. Era una palabra misteriosa, que nos daba un. poco de inquietud, pero de la que Margarita se sentía orgullosa porque nunca la habíamos visto en otro lado. La mía, claro está, tenía su ángel de loza sobre un columpio de "no-me-olvides", la pequeña y romántica flor celeste a la que siempre he querido tanto.

Mi vecinita fue, desde que nos unió un mismo secreta y una ambición igual, mi inseparable compañera de las sabáticas excursiones a la casa de los muertos. Ante el nicho de los Paredes, único que lucía la maravilla por mí descubierta, las dos hacíamos irreverentes cálculos comerciales:

-¡Costarán veinte pesos, lo menos!

A nosotras que sólo teníamos los domingos como preciosa fortuna, dos "vintenes" de cobre para cararnelos, aquella suma debía resultarnos respetabilísima. Pero no lo era para mi ambición, que no podía tasarse con lo que, al fin, constituía también el precio que mi padre pagaba a su peón todos los meses.

-Veinte pesos! ¿Estás loca, Margarita? Eso vale, por lo menos, mil.

- Los ojos y la boca de Margarita se volvían redondos. Yo decía "mil" sin que la cifra me produjese vértigo, porque ya ,sabía soñar y nunca mi ensueño tuvo las alas pequeñas. Un día, después de maduras reflexiones, encontré una solución que me pareció magnífica.

-Mirá, Margarita --dije a mi amiga con esa voz muy baja y ese cabeza- contra-cabeza con que los niños realizan sus conciliábulos-, yo he pensado una cosa muy buena. Si me muero, tú hacés* una suscripción y me comprás la corona de lo de Crisanto, ¿eh? La de las miosotis y el angelito. Le pedís a mi madrina, a don José Francisco, a Agustín Souza, a Manuela Muñoz, que es tan buena ...

Una lista larga. Margarita exigió que la promesa fuese mutua. El encanto de las fantásticas coronas de cristal no dejaba penetrar en nuestras cabezas la idea oscura, helada y solitaria de la muerte. Morir no era entonces, para nosotras, más que una aventura vaguísirna, el medio de alcanzar nuestra absurda y candorosa tentación. Yo realicé mi ensueño de poseer coronas: tuve la de minúsculas azucenas de cambray en mi comunión, la de mis azahares de novia, la que, con rosas y espinas, trenza la vida sobre todas las frentes. Margarita se durmió para siempre antes de poseer ninguna, ni siquiera la primera, pues como su padre hacía gala de acendradas convicciones liberales, no pudo vestir, al igual de todas las niñas, su largo traje blanco y su velo cándido. Ya se nos había pasado la fiebre de las coronas de cuentas. La perdí de vista muy pronto, pues nosotros nos trasladamos a la capital* y nunca más volvimos al pueblo. Pero hoy que una borrosa fotografía suya hace reaparecer en la atmósfera azulada de los recuerdos de mi niñez su gracioso rostro de ojos asombrados y boca entreabierta, yo tejo para ella esta corona menos rica que aquellas que apresaron nuestra admiración inocente, pero tan cálida de ternura y melancolía, que ha de valer por todos los de nuestros deseos.¡ Pequeña Margarita que te recostaste a descansar en el eterno sueño, bajo los sauces del silencioso cementerio de nuestro pueblo natal: aquí tienes por fin, querida, tu corona de violetas y no-me- olvides, con la inscripción que a ti te encantaba tanto: "Souvenir?'



colores. Juana que es una sensorial, destaca las cualidades por encima de los objetos y las abstrae presentándolas en un primer plano estilístico, el cesto, más que lleno de flores estaba lleno de perfumes y colores. Es un recurso impresionista destacar la cualidad independiente del objeto que la produce.

cerrábase detrás nuestro. Uso incorrecto del posesivo para señalar lugar. Lo correcto seria decir cerrábase detrás de nosotros.

cupressus pyramidalis. Alude al ciprés, sin duda al de estilizada forma cónica, común en estas zonas y cuyo nombre es libocedrus-chilensis

tienda. El Diccionario General Ilustrado de la Lengua Española. VOX, segunda edición, registra en la 4a acepción: "Argentina, Cuba, Chile y Venezuela Aquella en que se venden géneros pero nunca comestibles". La realidad actual no responde a tal definición. En las grandes tiendas hay de todo.

souvenir. Recuerdo. Se ha generalizado el uso también como galicismo.

tú haces. Forma local uruguaya, que usa el tú, pero acentúa el verbo, tal como lo hace el voseo argentino.

la capital. Alude a Montevideo.







LA MANCHA DE HUMEDAD

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Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa muy importante, como el despacho del jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve cuanto quise: descubrí las Islas de Coral *, encontré el perfil de Barba Azul* y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de las lágrimas de Arminda *, el caballo de Blanca Flor *. y la, gallina que pone huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón *, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante* y montañas echando humo dé las pipas de cristal en que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha, de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas, generalmente

me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos, maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:

-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles hay en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.

Ella me miraba espantada:

--¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? iOh, Díos mío!, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.

Pero mi padre movía, la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora

- -No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo*.

Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos*. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de lechada de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared, dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. - Ya no tendría más ríos ni más selvas. Inflexible como 'la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo*. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mí pecho como una burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una 0 de gigantes, se quedó unas minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:

-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?

Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:

-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!

El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada, e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece ... ¡Ay, yo lo sé bien! *.




Islas de Coral. No la secreción de estructura arborescente y submarina, sino las formaciones isleñas de dicha caliza, existentes en el mar de Coral, parte del océano Pacífico, cerca de Australia.

Barba Azul. Héroe de un cuento de Carlos Perrault (1628-1703).

Arminda o Armida, Atrayente heroína de la epopeya cristiana (Jerusalén libertada) de Torcuato Tasso (1554-1595), poeta Italiano.

Blanca Flor. Protagonista de un cuento popular, que lleva por título el nombre de la heroína y que la autora aprendió de su madre.

Tricornio de Napoleón. Sombrero de tres picos usado por Napoleón Bonaparte (1769-1821).

Desdichado de Brabante Hijo de Genoveva de Brabante, que vivió y sufrió en una cueva, tal como cuenta la tradición histórica.

No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo. Rasgo autobiográfico que manifiesta la temprana fantasía de la futura poetisa.

duendes y rosas, ríos y negros mundos y cielos. Infantil costumbre de transposición de realidades que se convertirá en el procedimiento literario de la metáfora y la imagen.

Yango me había desposeído de mi mundo. –Yango aparece aquí como personificación de la vulgaridad que destruye los sueños poéticos

¡Ay, yo lo sé bien ! Alusión a su peripecia vital, quizás la muerte de su esposo (1942). Revela la evolución espiritual de la poetisa, vinculada a su experiencia y a su vivir, evolución que quedó expresada en estos versos de El vendedor de naranjas:


Muchachuelo que fuiste a las chacras

y a los árboles amplios trepaste,

como yo me trepaba cuando era

una libre chicuela salvaje;

....................................

Después lejos llevóme la vida.

Me he tornado tristona y pausada,

¡Qué nostalgia tan honda

cuando siento el olor a naranjas!


Podría decirse que en esos versos está condensado el temple de ánimo que inspira y matiza los relatos de Chico Carlo.








LA NODRIZA Y EL CIELO

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Feliciana, según lo contaba ella misma, llegó a mi casa cabalgando un caballito moro y sentada en una montura de bayeta roja con clavos dorados, préstamo de doña Ana de Freitas, que la enviaba a mi madre. Ese día yo cumplía una semana de existencia, su hijo tenía una quincena, y ella poco más de veinte años. Con una mano empujaba las riendas y con la otra sostenía su pequeño que, recién nacido, todavía parecía blanco; los cuervos *, van porque solo con el tiempo los negros, como adquiriendo su color de antracita. Yo era esmirriada, mínima, hambrienta, pues el seno de mi madre no tenía la generosidad de su corazón. Feliciana, sir¡ desatarse siquiera de la cabeza el rojo pañuelo a cuadros, se desabrochó la bata y puso en mi boca su pródiga ubre. Al mes yo estaba tan redonda y luciente como Pedro Goyo, mi hermano de leche. Feliciana, sentada entre las dos cunas, se pasaba el día mirando un libro de láminas religiosas -deslumbramiento para ella, que nunca había visto estampas de colores- tomando mate con hierbas aromáticas buenas para la leche, o haciendo puntilla de malla, primera enseñanza de mi madre. Era sana, apacible y candorosa. Venía de las sierras de Aceguá *, joven animal bondadoso cuya primera incursión a un medio civilizado la constituía esa llegada a mí pueblo natal *, donde empezó a descubrir el mundo. Hasta la gran mayoría de las flores y las frutas le era desconocida. Un jazmín le produjo tal asombro de adoración, que casi no se atrevía a tocarlo:

-¿Es de veras una flor? ¿No es de género?

-No. Es una flor natural. Huélela.

Y ante un racimo de uvas, de granos redondos y morados:

-¿Es también una flor?

-No, es una fruta. Se come. Pruébala.

Esto puede parecer imposible, pero es la rigurosa verdad y siempre se narra en mi familia este caso de total ignorancia, que da una idea de lo que era, hace algunos años, la condición social de los pobres del campo y aun mismo de los ricos propietarios que vivían casi tan miserablemente 'Corno ellos *. Feliciana nació entre las bravas serranías de Aceguá, en la frontera del departamento de Cerro Largo con el Brasil. Su padre era domador. En la miseria más grande, subsistían alimentándose de mate, galleta dura y huevos silvestres. Alguna vez una sandía o entrarías frescas. Muy de tarde en tarde algunos kilos de azúcar, de café en grano o de harina para tortas. En el albor de su juventud, un peón de una estancia cercana le compró * en 'Yaguarón* aquel negrito que ella misma casi no sabía cómo le llegó a los brazos y a la vida. En la urgencia de encontrarme una nodriza fuerte y joven, mi madre le escribió a una amiga estanciera -doña Ana de Freitas-, que se la buscase entre sus puesteros* o convecinos. El capataz de la hacienda. "Tiradentes"* encontró a Feliciana. Y de este modo vino ella a mi casa, como una cierva con su cría al pie. Como una cierva. Porque así era de montaraz y de buena a la vez; de humilde y de ignorante, de ágil y de curiosa. Mi madre estaba desconcertada. Pero ni ángel de la guarda, que podía verle el corazón, debió de regocijarse. Ningún ser más adicto, más afectuoso y más puro, hubo jamás a mi lado.

Cuando se le murió su niño -los dientecitos de leche de los hijos son la gloria o el infierno de las madres--- Feliciana reconcentró en mí toda su inmensa capacidad de amor. Negra de alma blanca a fuerza de candor y de fidelidad, quedó para siempre en nuestra casa como una planta montaraz -clavel del aire, hierba de patito*- prendida del tronco de un árbol ciudadano. Nunca aprendió a leer, pero fue habilísima en labores manuales, y como cocinera constituía la envidia de todas las amigas de mi madre. Yo la adoraba. Llegó a tener ideas curiosas, de una fastuosidad primitiva, respecto a Dios, a la creación, al cielo y a los santos. Invocaba a la Virgen, en su jerga castellano-portuguesa, llamándola

"Sinhora rainha". Ella me enseñó una oración encantadora, que recuerdo todavía y en la que hay una curiosa mezcla de fe, de miedo a la vida y de supersticioso temor de lo desconocido y sobrenatural:

"Sinhora rainha, por tua coronita de estrelhas, yo te pido que me fazas buena y me des a salú y un vestido de ouro para ser princesa y que nunca me falte o pan, y que tenha sonhos santos y que vaya a tua casa cuando me rnorra y que no me persigan as ánimas cm pena ni naide pueda echarme feitizo cuando me olhe con raiba. Amén"*.

Oración compuesta por ella, que ahora me hace sonreír y me emociona y que entonces yo repetía al pie de la letra, noche a noche, arrodilladas las dos junto a mi cama.

-Esta negra -decía mi madre- es mi mano derecha. Y mejor y más blanca que muchos blancos de alma negra.

Nuestra distracción favorita era jugar a decirnos lo que habríamos de hacer si algún día encontráramos un tesoro:

-Yo serei estanciera como a dona Ana. Y tendrei mil ovelhas con corderinhos, una casa de pedra con forno de amasar y una negrinha para que me cebe mate. Yo estaré, Susana, todo o día hamacándome en un sillón –i hala que hala, Feliciana!- y a negrinha me tracerá o mate en una calabacinha de Guro*. ,

-Pero -acerté yo una vez- el mate de oro se pondrá caliente y te quemará las manos, Feliciana.

Ella, que no había pensado en esta contingencia, quedó un rato callada y sorprendida.-- Después resolvió muy lindamente .su problema de opulenta estanciera de sueños-.

-Pois entonces ... lo haré facer de práta, Susana*.

Ahora, ¿Dios le habrá dado a mi buena nodriza, como premio, un ángel retinto que le cebe mate en el cielo, en su sonada calabacita de oro sin que se queme las manos? Porque Dios todo lo puede, hasta hacer que el agua hirviendo, ni siquiera entibie el metal, y Él se complacerá en realizar las puras ambiciones terrenas de sus santas de oscura piel y alma resplandeciente.







cuervo. En América, no es el pájaro carnívoro europeo, del que lleva el mismo nombre por Identidad del color, ni el grajo, que se .le parece; es un ave rapaz diurna especie de buitre, que suele vivir en bandadas, se alimenta de capona y es fácilmente domesticable. En algunas regiones americanas se le llama -"urubú" y en otras, "zamuro" o '.'gallinaza".

mínima. La autora suele emplear esta forma superlativos no como equivalente de la frase "la más pequeña", sino como sinónimo del adjetivo "pequeña" (véase ejemplos en páginas).

El adjetivo de Juana de Ibarbourou suele dejar de ser una connotación secundaría y accidental, para adquirir la representación de la cosa misma, gracias a su poder caracterizador Insustituible.

sierras de Aceguá. Se extienden por el norte del departamento de Cerro Largo (Uruguay) en la zona limítrofe uruguayo-brasileña.

mi pueblo natal. Melo, capital del departamento de Cerro Largo, uno de los diecinueve de la República 0. del Uruguay,, se atribuye la fundación de la ciudad al virrey Pedro de Melo, quien destacó en el paraje fuerzas militares para evitar el contrabando fronterizo.

tan miserablemente como ellos. La poetisa presenta la condición social de los personajes, con lo que la obra toma la función reveladora de lo americano a través de lo individual autobiográfico y lírico.

la compró. Eufemismo para hacer referencia al nacimiento del negrito.

Yaguarón o Yaguarao. Ciudad brasileña fronteriza que, con la uruguaya Río Branco, sirven de cabezales al puente internacional sobre el río Yaguarón.

puesteros. El diccionario académico dice que es "el que en las estancias del Río de la Plata tiene animales domésticos, los cría y se beneficia con ellos"; sin embargo, generalmente, es el peón de estancia, que vive con su familia en un rancho o "puesto", dentro de un establecimiento ganadero y tiene a su cuidado una parte del mismo.

Tiradentes. Sinónimo, en portugués, de "dentista", corresponde en este caso, al odontólogo brasileño José Joaquín de Silva Xavier, uno de los primeros mártires republicanos, ajusticiado en 1792; sobre- nombre fronterizo.

hierba de patito. Orquídea silvestre, conocida, comúnmente, como "flor de patito", en razón del color amarillo, propio de los polluelos de pato.

"Sinhora rainha, ... con raiba. Amén”. Mezcla idiomática característica de la deformación tradicional del portugués en la zona fronteriza uruguayo-brasileña- "Señora reina, por tu coronita de estrellas, yo te pido que me hagas buena y me des salud y un vestido de oro para ser princesa y que nunca me falte el pan, Y que tenga sueños santos y que vaya a tu casa cuando me muera y que no me persigan las almas en pena ni nadie pueda hacerme brujería (hechizo o gualicho) cuando me mire con rabia. Amén". –

Yo serei estanciera ... de curo. Yo seré estanciera como la señora Ana. Y tendré mil ovejas con corderitos, una casa de piedra con horno de amasar (para pan) y una negrita para que me cebe mate. Yo estaré Susana, todo el día hamacándome en un sillón –¡hala que hala, Feliciana! - y la negrita me traerá el mate en una calabacita de oro.

-Pois ... de prata, Susana. Pues entonces ... lo haré hacer de plata, Susana,








LA HERMANA Y El MONSTRUO

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Fui una niña feliz. Por otra parte, yo creo que todos los niños son felices. Los hombres, con su duro conocimiento de la vida, son los que aseguran que hay niños dichosos y niños desgraciados. Pero esa seguridad está en ellos mismos, no en los propios interesados, que se hallan demasiado atentos al placer nuevo de existir, para entregarse a ninguna meditación comparativa, fuente de tristeza. En el niño todo es novedad, hasta el dolor fugitivo. Yo vi a uno pasar su dedo de rosa por la llama de una vela y decir convencido:

-¡Qué lindo! ¡Quema!

Otro, hincándose en el puñito tierno sus agudos dientecillos, dijo sacudiendo entre risas la mano cruelmente marcada por su propio mordisco:

-¡Uy, cómo me duele!

La sensación de desdicha en el niño resulta tan efímera que es frecuente ver al que sufre una penitencia, entrar a ella en un acceso de llanto desesperado, y a los pocos minutos, con los ojos aún llenos de lágrimas, cantar como si no fuese verdad su borrasca.

Fui, pues, feliz, como todos los chicos. Pero en mi radiante cielo había una nube que estaba corporizada en algo fraterno, lejano, doméstico, y monstruoso- una hermana. Tengo que explicar el porqué de estos adjetivos que se dan de encontrones y que se refieren a uno de los seres que más quiero en el mundo. Yo tenla una hermana, corno he dicho. Pero no la conocía. Era la mayor y yo la más pequeña. Entre las dos hubo una serie de hermanos muertos en su primera infancia. Mi hermana contrajo matrimonio apenas pisó en la adolescencia, y se fue con su marido a un pueblo muy apartado del nuestro. Pero siguió andando por nuestra casa en el recuerdo de todos y en la adoración de mi madre que la creía un conjunto de maravillas. No daba yo un paso que no tropezase con ese fantasma perfecto, constante término de comparación con mis desaciertos.

-¿Cómo llevas ese desgarrón en el delantal, Susana? Tu hermana lo hubiera zurcido en seguida.

- ¡Qué cuaderno más desprolijo! Había que ver los de tu hermana, tan limpios, con una letra tan hermosa.

-Vete a hacer las trenzas. Tu hermana nunca andaba despeinada.

-¿Otra vez escondiste la cara cuando la tía Bernardina fue a besarte? Vas a sentarte una hora, a oscuras, de penitencia, en el cuarto de la plancha.

-No me importa. La tía Bernardina es muy fea. Pincha cuando besa.

-Pero es muy rica y no tiene hijos, Susana. Hay que ser amable con ella. Tu hermana era obediente y la besaba siempre. Ella le regaló unos aros de oro.

-Yo no quiero aros de oro.

-Eres muy mala. ¡Ah, si fueses dócil como tu hermana!

Llegué a detestara. Yo no podía pensar en ella como en un ser parecido a los otros. Se me figuraba un monstruo vago, dominaba en la casa y constituía sin rostro y sin voz, pero que mi rencor y mi pesadilla. Tener una hermana se me antojó entonces una desdicha tan grande como pudiera serio el que me aprisionase una bruja o un hechicero llegara a raptarme. Cuando veía a mi madre en la mesa del comedor, inclinada muy atenta hacia un papel de cartas, bajo la luz amarilla de la lámpara, me decía con amargura:

-Le escribe al monstruo.

Y huía a esconderme en la cocina, junto a mi negra Feliciana, para que no me obligase a poner al margen, con mi gruesa y torcida caligrafía, alguna frase de cariño que me costaba un mundo pergeñar. A la hija de nuestra lavandera, que luego, durante toda la vida ha sido uno de mis afectos más humildes y más fieles, le pregunté un día:

-Paula, ¿tú tienes hermanas?

-Sí -contestó Paula-. Tengo una. Se llama Elodina.

-¿Y es buena?

-No. Me hace las trenzas apretadas y de noche me empuja a la orilla de la cama porque quiere tenerla toda para ella sola.

¿De manera que todas las hermanas eran unos monstruos? Quise a Paula desde entonces, tanto por amistad infantil como por solidaridad de desdichas: las dos padecíamos el infortunio de tener una hermana.


Un día en que me entregaba como siempre a la delicia de vivir entre los rosales y los helechos, uno de los cuentos que me narraba mi madre y en el que hacía de heroína y de todos los personajes a la vez, vi que mamá, pálida y apresurada cruzaba el patio con un papel verde en la mano. Y oí su voz llamando a mi padre, que aserraba madera bajo el parral.

-¡Juan Luis, un telegrama!

Un telegrama. ¡Bah! Si hubiese venido en cansado corcel un emisario del Rey Pick*, o una carta del ogro que quiso asar a Pulgarcito y sus seis hermanos, sí que valdría la pena de agitarse. Sin embargo, a la hora del almuerzo mi madre estaba con los ojos enrojecidos y mi padre tenía un aire preocupado.

-Murió el marido de tu hermana, Susana -dijo ella pasándome su dulce brazo mórbido alrededor del cuello.

Francamente, no sentí dolor alguno, sino una mayor sensación de hostilidad hacia mi hermana, que supe callar con instintiva astucia infantil. Pero me dije con un convencimiento radical.

-No murió. Lo ha devorado el monstruo.

Por unos días la casa se llenó de visitas todas las tardes, y mi madre, sobre su eterno vestido de muselina clara, se puso un chalcito de. lana negra y un cinturón de moaré del mismo color. Ése fue siempre su luto. Cuando tuvo que vestir ropa de viuda, decía suspirando:

-No soy yo misma. Esto me pesa como plomo. Casi no puedo respirar.

Otro día, al regresar de casa de mi madrina, encontré la nuestra en revolución. Se movilizaron cosas guardadas durante mucho tiempo y el cuarto de costura se transformó en un dormitorio.

Roja, afanosa y radiante, mi madre me recibió con la noticia que la colmaba de dicha .

-Mañana llegará tu hermana. Vamos a tenerla con nosotros para siempre.

Me quedé con la boca abierta. Llegaría el monstruo. El fantasma iba a ser tangible. Me tocaría, como a Paula, la desventura de llevar las trenzas apretadas hasta levantarme las cejas como un chino, y de dormir en la orilla de la cama. Hosca, me mantuve al margen de todos los preparativos. Por primera vez en mi vida resistí a la tentación de fisgonear en los roperos con olor a alcanfor, largo tiempo cerrados, y de hurtar natillas, especialidad de Guadalupe, la negra cocinera, y predilecta golosina del monstruo. Olvidada de todos ambulé un rato desorientada por la casa, y luego, con mi vestido de piqué tieso de almidón y festones, mis botitas blancas, mi peinado de trenzas coronado por un moño de cinta azul, fui a esconderme en mi subterráneo de enredaderas, resuelta a dejarme raptar por cualquier mago o hechicera que me llevase lejos de allí. De pronto, el alboroto de las negras sirvientas, de guardia en el portón:

Ama Isabel ... Ya se ve la diligencia ...

Carreras, ruido de puertas, lejano y cada vez más próximo ruido de cascabeles, tropel de caballos, estrépito de ruedas, luego la ronca voz del mayoral en la puerta de nuestra casa:

-Bajá el baúl y desatá la canasta. AIcanzame vos la criatura. Y en el rumor de las palabras confusas, más próxima, más próxima, dulce, conquistadora, otra voz que ya me tomaba el corazón para siempre:

-¿Y la nena? ¿Dónde estás, hermanita?

Con infinitas precauciones saqué la cabeza por entre las guías floridas. A pocos pasos, el monstruo, con un niño muy lindo de la mano, rodeaba con un brazo la cintura de mi madre sonrosado de dicha, y miraba en torno suyo buscándome con los ojos. Pero el monstruo era una delgada y pálida muchacha vestida de luto, con tristes ojos como de terciopelo, y trenzas oscuras, iguales a las mías. Después, la he adorado.










Rey Pick. Personaje de un cuento infantil.



CHICO CARLO

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¡Cómo me gustaba cantar! Sabía décimas y vidalitas, lo único que una niña puede aprender espontáneamente en un pueblo del interior del Uruguay. La décima es nuestro romance. La vidalita nuestra balada. Yo amaba estas canciones y las repetía hasta cansarme, arrullándome con su ritmo, viviendo en el amor y la epopeya de sus héroes, sin entenderlos, pero sintiéndolos ya en la adivinación de mis sueños del porvenir. De todos lados me mandaban buscar para que las repitiese en las fiestas familiares. Yo acudía con esa audacia inconsciente que da la manifestación artística precoz. Jovial, mamá solía decirme:

-Sí, sí, mi ranita, anda a cantar. No te olvides de "Palomita blanca" y "Bayana triste"*, que es lo mejor que sabes.

Por cantar, yo desdeñaba hasta el juego con los otros chicos. Era una felicidad que no comprendía, pero que me embriagaba. A mi padre, jefe en la guerra y siempre amigo en la paz, del


Palomita blanca" y "Bayana triste . Juana de América nos ha facilitado el texto de la "vidalita" y del comienzo de la canción brasileña recordada.



PALOMITA BLANCA:


Palomita blanca,

-Vidalita

pecho colorado:

llévale esta cinta

-Vidalita

a in¡ bien amado.


BAYANA TRISTE


La flor de Bagé está triste,

los ojos tiene con Iágrimas

su amor se fue a la guerra,

teniendo que ya no vuelva.



célebre y amado caudillo de los blancos, Aparicio Saravia*, se le ocurrió un día llevarme a su casa para que cantase en su presencia. Era mi padrino. Pero sobre todo era nuestro dios, Pero sobre todo era nuestro dios, después del grande y único que rige el universo con todas sus criaturas, así rujan, blasfemen, recen o canten . Isa* me rizó el cabello despiadadamente. Mamá agregó a mi vestido dominguero de muselina blanca, un radiante lazo celeste. Feli* dio tiza hasta dejarlas inmaculadas, a mis chillonas botitas ;que ya conocían el contacto del lodo. En el agua de mi baño se estrujaron manojos de albahaca y bergamota de flores lilas, menudas como cabezas de alfileritos. A las cuatro de la tarde yo lucía ya fragante y resplandeciente, ante la familia extasiada. ¡ Familias de los pueblos en las que los niños tienen tanta importancia, y en las que cualquier pequeño acontecimiento feliz, hace vibrar a todos con esa conmovedora unanimidad del amor no herido de ningún egoísmo!* Salí a la calle que ardía como un horno, mientras papá se detenía en el zaguán con uno de sus arrendatarios. Tenía que ver a Chico Carlo antes de marchar, y deslumbrarlo con mi aroma a flores, y mi lazo de seda.

¡Chico Carlo! Fue mi compañero de toda la infancia, mi doble con pantalones, y la agilidad a veces maligna de un gato montés. No sé por dónde, ni adónde, se lo llevó la vida. Recuerdo su fina cara morena, su negro y enmarañado cabello, sus ojos crueles. Era un chico despiadado con todos, pero de una áspera ternura para mí. Yo lo adoraba. Nacimos el mismo mes de enero flamígero, nos criamos frente a frente. Su madre, amiga de la mía, solía decir: -

Los casaremos cuando sean grandes.

Pero mamá comentaba- a solas con nosotros:

-Perdóneme Dios y mi pobre María, pero no es con ese animalito del monte que se casará mi Susana. ¡Qué pena, un muchacho tan lindo, y con ese carácter tan atravesado

A mí esto no me quitaba el sueño. Él era conmigo como un genio tutelar, que me protegía y a veces me zurraba, pero del que yo sentía, aprovechándome, la ternura. Complaciese ahora veo que más por parecerse a un hombre que por maldad innata en dañar y destruir.

Era rebelde, despectivo, silencioso y huraño. Me guardaba todas sus golosinas, con ese desprendimiento heroico del cariño, que se complace en dar y en sufrir. Y yo las aceptaba con la sencillez egoísta con que los seres débiles aceptan el espontáneo sacrificio de los fuertes. Nunca se me ocurrió pensar que él se privaba de cosas que quizá .también le gustasen mucho. Cuando más, algún día, con la boca llena, preguntábale:

-¿Querés un pedacito, Chico Carlo?

Y él, haciéndose el grande, decía hosco, encogiéndose de hombros:

-Ni falta que me hacen esos merengues. Comételo todo, vos que sos mujer.

¡Chico Carlo! ¿Lo retiene la vida en algún rincón del país, que yo no conozco, o ya se lo llevó la muerte,. liberándolo de su salvaje corteza, para que luzca ante el Señor la luz de su extraña alma, reconcentrado y generosa?

Chico Carlo, mi pequeño amigo que temprano desapareciste de mi vida, ¡cómo te recuerdo siempre!

El verano brarnaba* en la calle.

Del muro caían como cuerdas, guías nudosas de la hiedra de oscura hoja, amarga y sin flor; alguaciles de alas delicadas cruzaban por el aire denso; yuyos de corolas amarillas en forma de piragüitas minúsculos, crecían contra la casa; entre las piedras, la puaya*, esforzado, abría sus estrellas blancas. El pesado

viento del Brasil, ardiente como el vaho de un horno silbo melancólico como la queja de un animal salvaje. Los álamos seguían frescos bajo la canícula. Todo esto yo no lo percibí entonces, pero lo recogió mi subconciencia, y ahora el recuerdo es tan claro como si lo hubiese visto ayer.

Mi amigo, acurrucado a la sombra del muro hacía una jaula con finas cañas recortadas. Era un cazador apasionado , Yo me complacía en soltar sus torcazas y sus jilgueros nunca me peleó por ello.

-No me importa -decía con su hermoso aire de”perdona vidas”-. El monte está lleno de pichones y traeré cuantos quiera. Tú te vas a cansar de hacerme perrerías, Susana. Y si no cualquier día te dejo sin trenzas.

Jamás, a pesar de jugar yo con su aspereza como con un leoncito, cumplió sus amenazas. A veces, un zarpazo que aprendí a no temer, a veces un empujón que nunca dio en tierra conmigo. ¡Oh, Chico, Chico Cariol


No me miró. Tal vez estaba en uno de sus malos días. La cara le brillaba, oscura y roja, bajo el sudor y el polvo. Por la camisa abierta -limpia camisa bien zurcida de madre prolija, siempre en lucha con su fierecilla- se le veía el escapulario de la Virgen del Carmen. Me planté ante él, y no levantó la cabeza. Moví con un pie el montón de cañas y de un manotón las arrimó hacia sí, sin decir una palabra. Yo quería a toda costa que me mirase.

---Chico Carlo, estoy vestida de blanco.

Él alzó la cara, los ojos encapotados, la boca fruncida y desdeñosa.

-Sí -contestó después de una rápida ojeada: -. Parecés un carnero.

Sobre el pecho me cayó la frase, que empecé a repetir dentro de mí, en un silencioso vértigo furioso:

-Parecés un carné ...

El sofocón mutiló la última palabra, y así quedó para siempre en mi indignado asombro.

-Parecés un carné ...

Él recogió sus cañas, trepóse al muro en un salto como de reino y de allí me gritó aún con ese extraño acento suyo, que a veces era como una dé sus pedradas:

- Sí, parecés un carnero, con ese pelo tan crespo. Estás feísima. Y sé que hoy también te vas por ahí a servir a todos de payaso.

Desapareció tras la tapia, y yo me quedé como si de veras me hubiese pegado. Papá despedía ya, en la puerta, a Juan Robles. Me llamó

-Vamos, hijita.

Crucé la calle con un torbellino detrás de la frente. Estaba ciega de sol de diciembre y de dolor impetuoso. Hubiera llorado a gritos. Él me tomó de la mano y echamos a andar por la acera de la sombra, ante casas bajas con mujeres curiosas detrás de los vidrios y golondrinas inquietas al borde de los tejados. Me ardía la cara, chillaban mis botas demasiado justas, ahogábame un nudo de lágrimas. Hubiera deseado rogarle mi padre:

-Volvamos a casa. Ya no quiero cantar.

Pero no me atreví. Heroína mínima, seguí a su lado, contestando a sus preguntas sin rebelarme. Las virtudes y los vicios del hombre están en potencia en el niño. Sin que nadie me lo hubiese enseñado, yo sabía ya callar sin quejarme.

Mi padrino me pareció imponente, a pesar de su aspecto jovial. Saludó a mi padre y me acarició la mejilla. Yo sólo levantaba los ojos de vez en cuando, mirada furtiva que, sin embargo, captaba todos los detalles alrededor. Dos negros jóvenes cebaban mate en grandes "cuyas"* con boquilla de oro y bombillas de plata recargadas de cincelados. Se reía y se fumaba hasta hacer casi irrespirable, el aire. El general, sentado en su sillón de hamaca, me puso sobre sus rodillas. Me sentía roja y angustiada. Dentro de la cabeza me golpeaba la frase cruel:

-Parecés un carné ...

Nunca más dejaría que Isa me hiciese rulos.. Nunca más me pondría aquellas botas que me apretaban tanto. No rniraría nunca más a Chico Carlo.

Me dijo mi padre-.

-Bueno, hijita, cántele algo a su padrino. Vamos a ver cómo te portas, Susana.

Y no sé qué demonio puso en mi boca la décima aprendida a escondidas, la que precisamente allí no debiera escucharse jamás, porque era la alabanza del enemigo. La que en mi casa se consideraba como una blasfemia


Marcha Muñiz con sus bravos

y el gaucho del Cordobés ...



Me detuvo el grito airado de mi padre:

-¡Niña! Y la carcajada plena de Aparicio-

-Déjela, comandante. Así me gusta la gente, franca y guapa.

No sé cómo fue el regreso. Apenas podía acompañar los pasos coléricos de papá. Mi madre, que nos esperaba en la puerta, en cuanto nos divisó, presintió desde lejos la catástrofe. Inquieta, salió, a nuestro encuentro:

-¿Qué ha pasado, Juan Luis?

Él se echó hacia atrás el sombrero. Tenía la cara sombría y - sudorosa.

-¿Pero sabés, Isabel, lo que se le ocurrió cantar a esta criatura, delante del general? Pues nada menos que la décima del bandido del pardo Lemos. Acostala en seguida y sacale esos ticholos* que todavía le regalaron como si los mereciese.

-Susana, mi hijita -imploraba mi madre mientras me desvestía, secundada por Isa y Feliciana que a ayudaban llorosas--. ¿Por qué hiciste eso?

-No sé, mamita. Te juro que no lo sé. Se me ocurrió, nomás. Yo no quería cantar. No voy a cantar nunquísirna más.

Me dormí sollozando,.cansada de llorar en el cuarto fresco y oscuro, en el silencio dolorido de toda la casa que sufría conmigo.

Cuando desperté, un nuevo sol caldeaba ya las rejas de la ventana entornada. Una ancha cinta de sol, amarilla, transparente, se tendía de través en mi cama. Un ruido de chalas acompañó los primeros movimientos de mi cabeza sobre la almohada. M madre, dulce, indulgente, había guardado allí los ticholos, para que los encontrase apenas abriera los ojos. Me sentía feliz a pesar de la borrasca. Acaso sea así la dicha del cielo después del¡ turbión. Pensé en Chico Carlo. Descalza y enredándome en mi largo camisón de madrás, fui a abrir la ventana. Estaba ya sentado en el cordón de la acera, siempre en su faena de hacer una nueva jaula. Un grito de pájaro alegre.

--Chico Carlo, mirá, ticholo para los dos

Otra vez él levantó hacia mí los ojos adustos. Otra vez me flageló con frase cruel

--Guardátelos, nomás, payasa. Yo no quiero.

Volví lentamente a mi cama. Y como una mujer, de nuevo me acosté llorando.

¿Qué oscuro y recóndito sentimiento me unió a aquel extraño muchacho de mi infancia? No lo he analizado. Lo cierto es que nunca, hasta que el arrorró para " hijo se hizo feliz necesidad de mi corazón, volví a cantar.















(Bayana: del brasileño, "'balana, bahiana", natural de Bahía, o otra Simplemente "nortista", del Norte. De "baino" se deriva "baiao", danza o canto popular que se acompaña con instrumentos de cuerda. Dícese, también, "bayano" corno sinónimo de "brasileño")

(Bagé. ciudad brasileña del citado de Río Grande do Sul).

Saravia, Aparicio (1855-1904), caudillo y jefe militar del Partido Nacional, en el Uruguay, que tuvo extraordinaria influencia en la política, desde 1897 hasta 1904 en que falleció como consecuencia de una herida recibida en la batalla de Masoller, contra las :tuerzas gubernistas.

Isa. Apócope afectivo y familiar de Isabel.

Feli. Apócope afectivo y familiar de Feliciana.

Familias de los pueblos ... de ningún egoísmo. La irrupción lírica interrumpe el relato porque se Intercala la actualidad de la autora en la evocación de la Infancia. ~

bramaba. Figuradamente, por "hacia mucho calor", y por el ruido particular, casi imperceptible pero muy conocido del crujir de las hojas resecas por el sol fortísimo y la subida temperatura, así como los yuyos y los pastos también muy secos y cierto sonido de la atmósfera en el mediodía canicular.

Puaya. Planta de uso medicinas, llamada , también "poaya blanca".

cuya. Del brasileño "cura'', fruto de la "culcira", con cuya cáscara, partida por la mitad, se hacen vasijas -similares a los "mates", calabazas" que suelen recubrirse con fina platería labrada y constituyen un lujo doméstico rural.

Marcha ... del Cordobés. Consultada la autora sobre la "décima", nos respondió, deferentemente.- -No recuerdo más porque se me hizo olvidar la décima impía, a fuerza de penitencias y prohibiciones de repetirla.

Ticholo . El Diccionario de la Academia Española lo define como argentinismo que significa "bocadillo de pasta de guayaba"; procede del portugués "tijolo", semejante por su forma a un ladrillo.




LA ESTRELLA

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Hay cosas que un niño no comprende en el instante en que están sucediendo, pero que instintivamente le impresionan de tal modo, que no ha de olvidarlas nunca, aunque viva, ya hombre, los años más llenos de tumulto. El recuerdo perdura en él, como la perla dentro de la valva de la ostra, intacta. Un acontecimiento cualquiera, imprevisto, trivial, lo eleva un día desde la profundidad de la memoria, hasta el corazón lleno de asombro feliz con ese descubrimiento emocional. Es así, sin saber cómo, sólo por el embrujo de esta noche de mayo inesperadamente tibia y llena de luces, que acabo de recordar otra noche muy lejana -tan remota que me parece de cuento- en que mi madre me regaló una estrella. Casi todo lo que de un modo u otro me pertenecía en aquel momento, ha desaparecido ya del mundo material y visible: mi casa, el patio lleno de pesados perfumes, la juventud de mi madre, quizás muchos otras mundos en el infinito espacio sideral, Tilo, mi perro, que reposabas a mis pies, Alí, nuestro gato persa, de ojos azules como dos cuentas indias, dormido en mi regazo, la corona de trenzas de Susana, su dicha y su inconsciencia de sano animalito dichoso. Corría un mes del verano, no sé cuál, y las dos mirábamos el cielo prodigiosamente estrellado, desde una de las ventanas del comedor, abierta de par en par, tras su reja enredada en la parte superior de un verdadero dosel de jazmines del país. La luna, inmensa y rojiza, elevábase detrás del muro de nuestra quinta, sobre la masa oscura del vecino naranjal, escalonado en la colina, camino por medio. Es curioso que las lunas de mi infancia, son todas grandes, redondas, deslumbradoras. No recuerdo ninguna en menguante o en creciente; ninguna en forma de curva pestaña se me levanta desde la bruma azul de aquel tiempo, hasta mis evocaciones de ahora. Mii luna infantil era inocente y plena como mi propia vida de entonces. Los románticos cuartos de luna me llegaron después, cuando ya en una adolescente que soñaba con el amor, el sufrimiento, el éxito y la muerte.

-La luna es una lagunita, mamá. Feliciana me lo ha dicho. ¿Sientes cómo cantan las ranas? Todas están en su orilla, de visita, y los bagres y las tarariras salen a recibirlas, vestidos de plata y oro. Esperan a la Virgen y a San José, que van a pasar montados en el burrito con el niño para el otro lado del cielo. Las ranas cantan como nosotros, en el coro de la iglesia:


Venid y vamos.

todos con flores a María,

con flores a porfía,

que madre nuestra es.


La voz infantil se expande, desentonada y frágil en la aromada quietud de la noche del pueblo. Instantáneamente, desde los fondos de una casa lindera, le contesta el agudo aullido de un perro. Otros, más lejos, responden alrededor, en una extraña comunicación misteriosa. Tilo se levanta como movido por un resorte, las orejas enhiestas, los ojuelos brillantes. Mamá estalla de risa

-Muy bien, Susana. ¿Y qué más? Cuéntame todo, hijita.

¡Qué otra cosa podría desear la pequeña e incorregible imaginativa! Pero, interesada y vivaz, piensa que puede sacar buen partido de la solicitud de mamá, y se decide a no perder esta oportunidad inesperada-

-Sí, sí, mamita, te lo cuento, pero ¿qué me darás tú?

Indudablemente mamá tiene deseos de darle una buena lección de moral sobre la generosidad, a esta candorosa aprovechadora, Pero algo, quizás la noche demasiado linda para turbarla en el corazón de su niña con severos sermones, tan frecuentes además, la detiene. Y dice, magnánima, estirando hacia- el cielo su brazo donde brilla un modesto aro de plata.

-Té daré aquella estrella chiquita que sigue a la luna.

Susana, encantada con la novedad, quiere localizar en seguida su imprevista propiedad celeste.

¿Cuál? ¿Aquella que corre y corre detrás de la luna y no la alcanza nunca?

-Sí. Ésa. Vamos a creer que tú eres la luna y Tilo la estrellita. Pobre estrellita, cómo va de cansada, y con la lengua de afuera, muerta de sed, de tanto correr para alcanzar a mi hija.

Como los antiguos pastores de la Caldea que velan en el cielo su ganado y su aprisco, mamá humaniza la luna y ve al can doméstico en uno de sus satélites. Todo esto resulta muy lindo y curioso, pero, ¿qué piensa ahora Susana, que calla pegando la cara morena a los hierros de la reja, como si quisiera sacar por entre ellos la cabeza toda, y mira ávidamente hacia arriba, a derecha, a izquierda, como en búsqueda afanosa? ¡Ah, a ... ah !...

-No quiero ésa, -mamita. Es muy chica. Dame aquella otra grandota, que tanto brilla. Aquella que está sobre los naranjos de la chacra de Carrión*. ¡Dame ésa !

Ahora es mamá quien calla. Apoya la espalda contra el marco de la ventana, mira al cielo, pensativa, atrae hacia sí a su hija, y luego murmura suspirando:

-¡No, querida por Dios ! Guarda tu estrella chiquita, que es la que puede darte la felicidad.




Carrión. Apellido del propietario de una muy bien cultivada chacra situada en los alrededores de la ciudad de Melo.




LA FUENTE DE LOS SAPOS

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Seis enormes sapos de piedra, agazapados al borde redondo de la fuente parecían clamar en silencio por el agua que sólo en los días solemnes de Año Nuevo o de fiestas patrias, saltaba a chorros alegres de entre sus bocazas.

Un quiosco casi en ruinas cubría la trabajosa* maquinaria que elevaba el agua desde el parque había debajo de él, por el esfuerzo de los presos de la cárcel de] pueblo que transpiraban dando vuelta sus ruedas llenas de herrumbre.

La banda de música, formada por aficionados, solía ocupar el quiosco, alumbrado con un gran farol a kerosene, Ias noches de retreta*.

Cuando mana la fuente, la chiquillería forma a su alrededor una cintura ruidosa y batalladora. Después, bajo la llama humosa de los faroles, entre sapo y sapo se sientan a charlar, con su baja voz de arrullo, parejas de enamorados. La fuente, callada, guarda muchos secretos: guarda también muchos recuerdos.

Susana le debe un chapuzón magnífico que le echó a perder su abriguito de paño recién tejido de azul por mamá y fue la causa de una encerrona inolvidable toda la tarde de un 25 de Agosto* en que se tiraban cohetes, había sortijas en la plaza, y las calles estaban adornadas con arcos de sauce llorón y gallardetes celestes.

Sin la mancha de humedad que Yango el pintor le robara de la pared, la penitencia fue amarga; Susana no podía evadirse por el mundo de los sueños y la fantasía y por fuerza tuvo que recordar continuamente la fiesta de sus pequeñas amiguitas alrededor de los sapos de piedra. Por otra parte, no se siente culpable, pues fue la grandulona Rosalía Smith quien la empujó dentro de la fuente y demasiada penitencia ha tenido ya viéndose obligada, a cruzar las calles del pueblo llorando a gritos y chorreando fría agua azul, entre la novelería risueña de todos.

Susana está furiosa y piensa muy mal de la justicia divina y de la humana. Además no es generosa.

Todavía en ella priman los instintos sin el control de la conciencia y puede tranquilamente ser egoísta.

Con gusto taparía la boca de los sapos para que esa tarde no diesen agua, o haría caer un buen chubasco sobre la multitud que se divierte en la plaza.

Pero, excepcionalmente, el sol de agosto brilla de un modo descarado y Susana tiene que conformarse agrandando con su dedo irritado el pequeño agujero que ha descubierto en el asiento de esterilla del sillón de mamá.

Después, en el intervalo de gritos rabiosos que luego derivan en las notas del "Himno a María" que acompaña desentonadamente en el coro de niñas de la Capilla, sueña con una venganza que haga arrepentirse a mamá de su crueldad al dejarla encerrada, en penitencia.

Resuelve dejarse morir de hambre. Mamá tendrá luego un remordimiento muy grande y Susana, estirada en su caja blanca cubierta de coronitas de novia y alelíes dobles, estará contenta de oírla llorar. El resentimiento la hace feroz. No se compadece de mamá. De quien empieza a sentir una piedad inmensa es de sí misma. Tan pequeña y tener que dejarse morir de hambre. Vendrá la maestra con todos los niños de la escuela a acompañar su entierro, como lo hizo cuando murió Araceli, la hija del jefe de Correos. De todos lados mandarán flores para cubrir su caja, y mamá, tirándose los cabellos, dará unos gritos horribles que Susana, muerta, ha de oír con verdadero deleite. Todos estas pensamientos concluyen por conmoverla de veras y se pone a sollozar con desconsuelo, tirada de bruces sobre la cama. Llorando se queda dormida.

Sueña que los seis sapos de la fuente, lentos, enigmáticos y pensativos, van tirando del carro fúnebre que la conduce al cementerio. Susana va muy alegre en su caja blanca tapada por las flores, y un dulce colorcito se le expande por el cuerpo aterido. Siente que mamá se inclina sobre ella, la besa con cuidado y aprieta contra sus piernas la manta de los alelíes dobles y las coronitas de novia, para que no sienta frío. Mamá le dice a doña Cándida la buena vecina que le hace a Susana los vestidos de presumir y que ahora no tiene más que un solo ojo que echa llamas y una cabeza que llega al techo:

-Por fin se ha dormido esta pícara.

Está helada. Entre sueños le da un manotón rabioso y cree que grita:

-No es cierto, no estoy dormida, sino muerta.

Cae en una especie de abismo oscuro que la absorbe, hasta que Feliciana aparece entre su bruma llevando en sus manos lustrosas y rollizas el tazón de café con leche que Susana merienda golosamente todas las tardes. Su estómago vacío, entonces, la despierta imperioso y borra en ella toda voluntad de morir. Susana, atravesada boca abajo en la cama, como un gracioso fardo, se vuelve de espaldas abriendo con pereza sus ojos oscuros. En la redonda mejilla, roja como la grana, le ha quedado profundamente marcado un pliegue de la colcha. Siente en el cuerpo el dulce calor de la frazada de lana con que Genoveva de Brabante* la cubrió mientras estaba muerta. Se sienta lentamente, recuerda que tiene hambre, y olvidada de la fuente de los sapos, del chapuzón en el agua bajo los chorros helados, de su abriguito echado a perder, de la maligna cara de la ruda Rosalía Srnith, de su penitencia, de mamá, de su muerte y de su entierro, prorrumpe en gritos furiosos:

-¡Mamá, quiero pan! ¡Mamá, quiero pan!

Y en el espejo del armario de luna que está enfrente de la cama, Susana ve su boca enorme y redonda como la de los sapos de la fuente. Pero esta reflexión que la hace callar un minuto asombrada, no tiene fuerza para más. Y nuevamente grita con toda la fuerza de sus pulmones, esforzándose, por parecer de veras un sapo, para lo cual, con las dos manos, se estira sin misericordia la comisura de los labios:

-¡Feliciana, negra fea, dame café!









trabajosa. En el sentido de que hace su trabajo con dificultad.

retreta. Americanisrno que corresponde a "música al aire libre" que, por lo común se realiza en plazas o paseos pueblos. El vocablo .figura en excelentes obras de escritores rioplatenses.

25 de Agosto. Día de fiesta patria en el Uruguay, por ser aniversario de la fecha de la Independencia Nacional, que corresponden al 25 de agosto de 1843.

Genoveva de Brabante. Heroína de una vieja leyenda medieval y protagonista de un cuento infantil muy popularizado.







TILO

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En el umbral de mis recuerdos de infancia, guardián y fiel hasta más allá de la vida, está Tilo, mi perro. Con sus orejas puntiagudas, el negro hocico, el pelaje amarillo, las cortas patas, la festiva cola, tan vivo está a través de los años, que un ladrido que se pareciese al suyo, unos ojuelos como los suyos, los distinguiría ahora mismo entre mil. No sé cómo llegó a mi casa. Alguien debió dármelo pequeñito. Lo veo ya andando a mi lado, con sus saltos, su mirada llena de amistad, su sombra menuda siempre confundiéndose con la mía un poco más grande. Goloso como un niño, me enseñó a ser dadivosa a fuerza de quererlo. La incorregible "mano abierta" de hoy hizo con él su aprendizaje de generosidad. La mitad de mis provisiones dulces era para Tilo. A veces él, sin conciencia de su glotonería, miraba de un modo tan lleno de codicia mi último pedazo de bizcocho, o el postrer terrón de azúcar que tenía en la mano, que dejaba yo de comerlo para dárselo, lo que no era obstáculo para que, más de una vez, luego que se lo hubiese comido, si mi apetito no estaba satisfecho, las lágrimas se me agolparan a los ojos y un tirón de la cola del pobrecillo fuera el corolario de mi magnanimidad.

Imitando a mi madre, yo solía decirle a Tilo "mi ángel", "mi tesoro", "preciosidad", "encanto", y llegó a familiarizarse de tal modo con esos nombres de ternura, que a cualquiera de ellos respondía como al suyo propio. Cuando empecé a ir al colegio, me acompañaba hasta la puerta llevando en la boca mi canasta con la merienda y la pizarra. Todos los chiquilines del pueblo lo conocían y me lo codiciaban. A la salida de clase era un tumulto en torno suyo.

-Tilo, serví en dos patas, Tilo.

-Chúmbale, chumba ... a ... lée, a Mariquita, Tilo.

El grito dé miedo gozoso de la niña:

-¡Ay a mí no, Tilito, a mí no!

Y la voz de la maestra vigilante.

Niños quietos. Susana márchate ya con Tilo... ¡Ese cuzco!...

(Cómo está todo esto en mí corazón, ¡Dios mío!)

Él ladraba, corría con la lengua fuera, tras unos y otros, alegre, como de elástico, pero siempre atento a mis pasos y a la orden de recoger la canasta, que ponía fin a sus correrías. Después que la tomaba en la boca, sólo con la cola que parecía haber descubierto el movimiento continuo, seguía respondiendo a los gritos joviales a las solicitudes 'interminables. Marchaba y entonces a mi lado, sobre sus cortas patas, con una obediencia de buen servidor que cumple honradamente su tarea.

A mí me parecía hermosísimo. Ahora no tengo la misma convicción, pero me enternezco recordándolo. Desde, la otra vida, él estará moviendo lleno de contento la inquieta cola, ante esta invocación que es como un tierno llamado:

-Tilo "mi ángel", ven hasta mí. ¿Reconoces en esta mujer sin sonrisa, un poco triste, que está hablando de ti en este papel, a tu amita Susana? Tilo: ya, no puedo darte bizcochos de anís, ni terrones de azúcar. Pero; toma este recuerdo, pequeño compañero de mis seis años angélicos.

Para tu sombra fiel, será como eran para tu gusto de goloso mis sabrosos pedazos de azúcar negra. Yo adoraba también a mi madrina, pero por Tilo estuve resentida con ella toda una tarde.

La adoraba porque me cubría de mimos y de regalos, porque era hermosa, usaba vestidos llenos de encaje, peinetas con diamantes, una larga cadena de oro para el abanico rutilante de lentejuelas, y, porque vivía en Montevideo. Para mí tenía algo de reina o de hada, que me enorgullecía. Mi prima Soledad era ahijada de una vieja señora que sólo le regalaba una libra esterlina cada año, en su santo, entregándosela a su madre para que la guardase, y usaba chalón* de viuda y lentes de miope.

La madrina de Margarita, mi vecina, era Cesárea la costurera, flaca, verdosa y tan agobiada, que siempre parecía andar buscando sus agujas. La de Filola tenía peluca y la piel marchita. La de Pastora siempre andaba quejosa y amarilla ha blando de cocimiento de hierbas para el hígado y ungüentos para sus dolores de espalda. Sólo la mía era sana, joven, bonita, Pero un día que había llegado de visita a nuestra casa, mi hada cometió el profundo error de decir con absoluta inconsciencia, mirando a Tilo desdeñosamente:

-¿Cómo Susana se ha encamotado con ese perro tan feo y tan ordinario, Isabel? Cuando vuelva a Montevideo voy a mandarle uno lindo, de raza, por la diligencia de don Domingo Suárez. Éste es horrible. ¿De dónde lo sacaron? Lentamente fui retirando de su mano blanca y fragante, la mía, morena, pequeña y no muy limpia, pues venía de la quinta con Tilo, donde los dos habíamos abierto un túnel entre la compacta trabazón de una parva de pasto seco.

-No, madrinita, Tilo no es feo ni ordinario. Vino de la China. Lo trajo don Francisco Cuestas cuando fue a comprar el surtido de invierno para la tienda. Su mamá es una princesa y su ama de leche tomaba mate en una calabacitá de oro con perlas.

Ella soltó la carcajada. Mi madre, que comprendió mi re-sentimiento, dijo muy seria:

-Susana tiene razón, Carmen. Tilo es muy hermoso. Vino de la China. Y yo me sentí consolada y satisfecha por esta declaración con que la sabiduría de mi madre supo compensarme de la ligereza de mi madrina. Porque para mí, niña de pueblo que aun no conocía la elegancia de comprar los chicos en París, la China era lo maravilloso, lo edénico, el país de la fábula donde existían las cosas mas ricas y mejores del mundo, desde los muebles constelados de nácar como los de Manuelita Montero, hasta los rojos hermanitos que llegan a la casa sin saber más que llorar, y los perros amados como Tilo, dechados de perfección para su dueña.






chalón. Es uno de los contados uruguayismos que registra el Diccionario de la Academia Española, equivale a "manto o mantón negro". La frase "chalón de viuda" no tiene sentido pleonástico, porque las viudas usaban el chalón más largo que los que llevaban en su luto los demás deudos.













































LA REINA

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La pandilla harta de correr, de pisotear salvajemente los canteros de habas y arvejas en flor -ya has de oír, y aun de sentir en sus posaderas a papá, Susana - decide jugar a “otra cosa” o ya su vocación heredada o absorbida en el ambiente, Carmiña, hija de la maestra, doña Pepa Meneses, propone jugar a las escuelas.

-Vamos a hacer que es la hora del recreo y yo soy Isabel Cose y les enseño a marchar cantando el Himno al Árbol. Después entramos a la clase y les enseño también la tabla de multiplicar por tres, ¿eh?

-No -dice rotundamente mi prima Angélica-. Vos siempre querés dirigir todo, y ser la maestra, y sos muy bruta y nos decís cosas como Isabel Cose

~. No quiero.

Carmiña se yergue como un gallo de riña:

--Claro, si todas ustedes son unas pavotas que ni saben sentarse derechas, y a lo mejor hasta creen que una esfera es igual a una caja de almidón.

Arden las mejillas de Angélica, la disputa se avecina, pero Felicitas, con una suave intención conciliadora. que luego le valdrá muchos éxitos en la vida social, cuando sea grande, extiende su brazo, pequeña Júpiter* que sin tonancias* va a dominar el rayo, y propone a su vez:

-No, no se peleen por tan poquita cosa. Vamos todas a hacernos el gusto. ¿Si jugásemos a los hospitales, para empezar?

Su padre es médico y ella sabe curar forúnculos con cataplasmas de barro y emplastos de hierba-mercurio machacada. Pero ese juego es muy fastidioso. Tener que estarse quietas, con plastrones* de lodo sobre las mejillas mientras Felicitas se da aires haciendo de doctor, no tienta a nadie. Susana dice a su vez, rotundamente:

-No. Vamos a jugar al enano amarillo.

No somete al consejo o su proposición. Ejecutiva e imperiosa, Susana decide, no consulta. Si en el porvenir triunfa el feminismo que recién apunta tímidamente en la conciencia del mundo, Susana tallará fuerte. Todas aceptan precisamente porque, no se les ha dicho "lo haremos", sino "se hará". Pero, ¿quién va a ser el enano con su joroba de trapo y su gorro de papel?

Nadie quiere y Susana salva otra vez la situación:

-Haremos cédulas.

Esta niña intuye la política, señores. Las cédulas equivalen a las elecciones constitucionales y también admiten el fraude si es necesario. Susana arregla a la vista de todos los misteriosos pedacitos de papel, pero sabe bien cual es el que lleva escrito el nombre infeliz y le hace un guiño de prevención a la pequeña Paula, su predilecta y protegida. Cuando Berenice abre su cédula y se encuentra con que es a ella a quien le corresponde encarnar al personaje fatídico, hace e una mueca de disgusto. Pero no puede estallar en protestas, a pesar de su gran deseo de hacerlo. Todo ha sido a la vista y, en apariencia, perfectamente justo y legal.

-¿Y la reina? ¿Quién será la reina?

Hay que hacer cédulas de nuevo y la suerte, por secreta decisión de Susana, corresponde a Paula. La niña agita radiante el papelito afortunado que le dará media hora de grandeza en el escenario eglógico de este patio pueblerino. Su carita pecosa está embellecida por el deslumbramiento. Susana aplaude con júbilo generoso, evidentemente parcial, y espía el rostro descontento de los demás candidatos. La rebelión estalla en la declaración agresiva y desdeñosa de Berenice,

-¡Pero ésta no sirve para reina; la madre es lavandera!

Las desconformes se unen en un frente único que chilla y apoya la cruel razón de la conservadora. La pequeña Paula deja caer su papelito y un gesto de llanto pliega su boca. Susana siente que la sangre le sube a las mejillas como una ola ardiente. Sin que lo comprenda, en ella apunta un instinto de izquierda reivindicadora. Parece que pasara por su rostro la sombra del de Jesús al arrojar a los mercaderes del templo, cuando se pone de pie de un salto, planta delante suyo a Paula corno para protegerla y grita magnífica de indignación candoroso:

-¡Ella ha de ser la reina, sí, porque es la más buena y la más linda! Y si no lo quieren, váyanse a jugar a la calle con otras malas como ustedes. ¡No llorés Paulita, que yo te defiendo!

- El drama social palpita en ese rincón doméstico corno en los tumultuosos escenarios del mundo, quemantes de grandes y pequeñas pasiones.

Pero esta tarde triunfa Susana, la reivindicadora, y Paula asciende a reina. No lo olvidará nunca.







pequeña Júpiter. Intención de exagerar, graciosarnente, la actitud airada de la niña a que se hace referencia en el relato.

tonancia. Neologismo que alude a "tonante" (que truena), epíteto que suele adjudicarse a Júpiter, padre de los dioses mitológicos y, simbólicamente, dueño del rayo y del trueno.

plastrones. No se refiere al galicismo "plastrón" (corbata, o pechera) sino a una acepción neológica usual y equivalente a 'montón" o "porción".



El PADRE ETERNO

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Por muchos años -y aún creo que hasta hoy mismo en lo más profundo de mi corazón-he conservado un secreto rencor contra cierto hermoso ejemplar de la Historia Sagrada, ilustrado en colores, que mi madrina me trajo de Pernambuco, en un viaje que hiciera a Recife, a orillas del Beberibe* adonde van a bañarse las mujeres que quieren ser fecundas. Este libro fue el encanto de muchos meses de mi infancia, y me dio el cielo con sus vírgenes de azules mantos y sus mártires de llagas carmesíes; la tierra con el pueblo de Dios y sus batallas, y el Supremo Hacedor resplandeciente de oro, con su barba paternal y el blando trono de. nubes arreboladas. Estaba escrita en portugués, con las mayúsculas envueltas de arabescos y flores de cuatro pétalos y tenía los cantos dorados, los márgenes primorosos y en la tapa grandes letras góticas. Yo recién empezaba a deletrear y no comprendía el idioma escrito, pero sentía la belleza de aquel ejemplar antiguo. Mi madre solía explicarme pacientemente el significado de las láminas cuya contemplación me extasiaba. Dormía con él debajo de la almohada para tener a mano su universo, todas las mañanas, al abrir los ojos aún cargados de angélico sueño. Él despertó en mí el sentido de la relación de las cosas, la avidez de lo divino y la intuición de lo heroico. Más que todos los cuentos de hadas, el Antiguo Testamento* fue para mí la presencia de lo sobrenatural en mi pequeña vida de siete años. Abraham y Moisés, Elías y Jonás cumplieron conmigo el deber de todos los héroes para con los niños: me dieron lo tremendo y lo maravilloso. La fantasía de Perrault, la riqueza deslumbrante de Las mil y una noches, la gracia de la Fábula con el prodigio de sus animales filósofos, no pudieron ofrecerme más nunca. Cuando arribé al mundo de los cuentos que podía leer yo sola, venía de vuelta del mayor de los prodigios: la creación del universo con la realidad y el milagro de la comunicación de lo eterno con lo perecedero; Dios dialogando con el hombre; los elementos terribles y las fuerzas arrolladoras complotándose en favor o en contra de los intereses de los hombres., Nada me ha dado después la impresión fantástica de aquella Arca de Noé en vivos colores primarios, de la que descendían en tropel confuso las bestias más extrañas, en promiscuidad fraternal con las que yo conocía y amaba; nada me ha parecido luego más terrible que aquel enorme ojo de Dios persiguiendo a un Caín de cabellos erizados, por un páramo donde se erguían a su paso culebras irritadas y purpúreos fuegos fatuos*. Nada después me ha dejado una sensación tan grandiosa de belleza, como aquel Moisés majestuoso, apretando contra el pecho las Tablas de la Ley*, en coloquio con el Señor oculto por una nube sobre la montaña coronada de rayos y bajo un cielo poblado de rostros de ángeles. El miedo, el asombro, el deslumbramiento, el terror, la admiración, la piedad, casi todas las emociones humanas, nacieron para mí ingenuamente, en las páginas de aquel libro. Pero de él me vino también la primera sensación de ridículo que me hirió el alma tan profundamente, que todavía hoy, que la evoco sonriendo, me hace llenar de lástima por la niña que bebió en ella su primera amargura.


Fue un domingo de verano, en la anochecida. Yo volvía con mi niñera negra, de oír en la plaza del pueblo la retreta ejecutada por la banda de música que dirigía el padre de mi amiguita Floriana de Sylva. En el trayecto -calles antiguas bordeadas de viejas casas y muros de ladrillos musgosos- Feliciana iba mascullando sus eternas avemarías Y yo saltarineaba* adelante niña-pájaro como todas las niñas. La moña de cinta azul de mi corona de trenzas me colgaba deshecha hasta la mejilla, tapándome un ojo. En el vestido de muselina un desgarrón alegre me prometía un buen regaño de mamá. Adelantándome a Feli, llegué a mi casa y entré en el zaguán profundo. A la derecha, en la sala de recibo, la luz de la lámpara alumbraba cordialmente las cosas dejando caer en la acera, a través de la ventana abierta, su dulce gasa* amarilla. Había visitas. Isa y mi madre, sentadas en los sillones de enea* escuchaban subrayando su atención con pequeños comentarios, a un señor de luenga barba que estaba en el sofá, las dos manos apoyadas en el bastón de grueso puño de oro. A sus pies, el gordinflón de Isa, rodeado de juguetes que yo no conocía, gorjeaba de contento golpeando torpemente un gran tambor con aros de latón dorado. Curiosamente me detuve a observar desde los vidrios de la puerta, recubiertos por cortinillas que bordara pacientemente mi hermana. Sentía que conocía a aquel señor, su largo cabello blanco, su rostro de buen padre y aquella barbaza de espuma y leche que le caía sobre el pecho. Todo en él me era familiar, hasta el, ademán protector con que de vez en cuando tendía su diestra sobre la enrulada cabeza del niño sentado a sus pies. Sigilosamente fui acercándome por detrás del sillón de mi madre. Luchaba entre la bruma del esfuerzo por reconocer y la incapacidad de recordar. Yo conocía a aquel señor ... Después, fue un relámpago. La ubicación, en la memoria, de aquel rostro y aquel ademán, me tomó de pronto en el más pasmoso de los asombros. Y como un relámpago también, la decisión, mezcla de deslumbramiento, de cándida codicia y de ingenuo sentido práctico, que me hizo irrumpir como un torbellino en el círculo iluminado y caer de rodillas ante la extraordinaria visita de mi madre para suplicarle, llena de agitación y temblorosa:

-Señor Dios querido: para mí una muñeca negra bien motuda, como la de Juanita Puertos. Y una pulsera de oro como la de Cristina María y un...

La lista quizás hubiese sido muy larga, pues la pobre aprovechadora pensaría, asida de la ocasión, satisfacer todas sus secretas ambiciones puras. Pero me detuvo una carcajada unánime. Vi al señor echarse hacia atrás, con sus barbazas temblándole por la risa, a tiempo que mi madre me tomaba en brazos, diciendo con voz que sofocaba la hilaridad incontenible:

-Nena, querida, ¿qué te pasa? ¿Quién crees tú que es este señor?

Vacilé un momento. Estaba aturdida. Isa, a pesar de su palidez y su traje negro, se olvidaba de suspirar como lo hacía constantemente, apretando contra la boca, para ahogar su escandaloso regocijo, el pañuelo de orla de luto. Cerca de mis ojos aterrados, el rostro de mamá me pareció rojo, grotesco y odioso. Sentí, al revés de los otros, un furioso deseo de llorar a gritos. Ese dramático orgullo de los niños que los mayores no se cuidan de comprender, hiriéndole con una inconsciencia torpe, a veces de consecuencias crueles, me contenía el llanto como un dique heroico. Sentí que temblaban mis labios, que en el pecho me crecía una ola que iba a ahogarme. Mamá me volvió a interrogar en medio de un acceso de risa tan fuerte, que se le saltaban las lágrimas

- -¿Quién piensas tú que es este señor, Susana? Dilo.

Escondiendo en la suave curva de su hombro la cara ardiente, intenté explicarme,

-Mamá . . . El Padre Eterno ... El libro de mi madrina ...

Recrudecieron las carcajadas. Yo no pude soportarlas y desasiéndome violentamente de mi madre, ciega de vergüenza y de cólera, atravesé corriendo la casa ya casi a oscuras, llegué a mi cuarto hipando sollozos contenidos, tomé de debajo de la almohada el libro que con su lámina inicial me había metido en aquella tremenda confusión, y rabiosamente me puse a destrozarlo sin piedad. Mamá vino a buscarme, procurando consolarme, todavía sacudida por su risa que inútilmente quería disimular. Le fue imposible. Una mezcla de pudor herido, de amor propio desgarrado, de angustia infinita, me transformaba en una fierecilla. En la espesa penumbra de la habitación, las hojas del libro precioso revoloteaban torpemente, arrancadas con furia e iban a posarse a mi alrededor en desordenado círculo. Mil veces peor que la humillación de un hombre, es la de un niño. Pero los hombres no se cuidan de ello. Yo me dormí esa noche deseando morirme, soñando con la oquedad negra del aljibe y con los gitanos que raptan chicos para llevárselos tan lejos que no pueden volver jamás. Al suegro de mi. hermana le quedó para siempre en la familia el remoquete de "El Padre Eterno". Yo no me olvidé nunca de aquella nochecita en que creí tocar el cielo, y en la que de pronto me sentí precipitada al infierno del ridículo más abrumador, choque terrible para mi pura y entera confianza infantil.









Beberibe. Río del estado de Pernambuco que une al Capiberibe y baña a Olinda, una de las más antiguas poblaciones brasileñas.

Antiguo Testamento. Contiene las revelaciones hechas a los profetas y a los patriarcas que instruye la Biblia, una de las obras más antiguas y bellas de la literatura universal.

fuegos fatuos. El resultado de inflamarse ciertas materias animales o vegetales en putrefacción; la gente del campo, supersticiosamente, suele llamarlos "luz mala".

Tablas de la Ley. Las piedras en que, según la Biblia, estaba el Decálogo que, sobre el monte Sinaí, entregó Dios a Moisés. El Decálogo es la reunión de los diez mandamientos de la ley cristiana.

saltarineaba. Del verbo neológico "saltarinear", de "saltarín", persona que danza, salta o baila.

gasa. Figuradamente, "luz tenue"..

enea o anea. Planta cuyas hojas se utilizan para hacer asientos de sillas, sillones, etc.


CHICO CARLO Y SU RIFLE

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Ya he dicho cómo era aquel amigo de mi infancia que luego la vida entregó a sus brujas, y no vi nunca más. Cejijunto, callado, cruel; pero tenía para mí un secreto panal en el corazón. Mi hada madrina (ahora pienso que debió ser también una bruja), en un momento de buen humor lo hizo uno de los seres más preciosos para mi alma.

Y en aquella criatura tan hosca, yo tuve lo que en toda mi existencia me ha sido tan necesario como la luz, el agua y el pan: ternura infinita*. Para la pobre niña tan sensible, la límpida cisterna del agua de Dios estaba en aquel pequeño pecho erizado de dardos. Chico Carlo se las daba de hombre malo y desdeñoso; sabía despreciar y poseía el instinto humanísimo de la burla que mata. Pero, pese a sus hadas malignas, pese a él mismo, era un niño, un niño con una ambición y un ensueño. Chico Carlo ambicionaba tener un rifle. ¡Oh, dioses. un rifle mínimo, de juguete! Mucho menos que mi deseo de ser dueña de una estrella para prendedor, y de una muñeca más, ¡yo, que poseía una numerosa familia de bebés de porcelana y niñas con cabeza de loza y cuerpo de aserrín! Mi Chico Carlo, varón fuerte, quería un rifle, como los hombres quieren una escopeta para derribar pájaros y un revólver para matar, si pueden, a otros hombres.

Aquel niño quería un rifle inofensivo, de madera casi sin cepillar, con caño de hojalata y gatillo de hierro oxidado. ¡Sólo para parecer un bandido o un vaquero! Al revés de los innumerables bandidos que simulan ser buenos, el inocente se perecía por esconder su arcángel y deslumbrar con demonios que no poseía. Dios, invisible, pero siempre presente para todas sus criaturas (¿por qué entrega nuestra hechura al peor de sus alfareros, a aquel que amasa la arcilla más inferior?), debía sonreír, enigmático, a ese anhelo de ángel caído. Y tal vez se divertía con las fatigas de mi amigo para conseguir la inconmensurable fortuna de los diez vintenes* de cobre, o de los dos realitos* de plata*, que costaba, en la tienda de Fiorito, el infernal tesoro del mal sueño de Chico Carlo. No sé cómo llegué a ser su confidente y participante de aquellos afanes. Más de una vez, trémula, quise ayudarlo con alguno de los vintenes que solía darme para pastillas mi tío Ezequiel, excelente y barbado hermano de mi madre, que yo adoraba porque era alegre, tierno y despilfarrador. Pero Chico Carlo, con su hermosa dignidad que me hacía tan tímida, movía negativamente su linda cabeza despeinada y me reprendía orgulloso:

-¿Estás loca, Susana? ¡Te voy a dejar sin trenzas! Si no lo compro todavía, es porque no quiero, y ando en otros negocios. Ya verás.

Yo sabía bien que no tenla un centésimo, pero ya con un dulce sentido de mujer que adivina y calla, fingía creerle, para no herirlo. ¡Instinto piadoso de venda y bálsamo, que no he perdido nunca, empleándolo a ciegas, hasta para el diablo, yo, que he sufrido tanto, y no he encontrado nunca piedad!

¡Dios poderoso! (¿Iré a llorar ahora, débil muñeca de trapo, yo, que siempre he tenido también el orgullo de sonreír para que no se me viera nunca sangrar y desfallecer?)

Entre Chico Carlo y yo tuvimos ese admirable secreto de infancia que fue tal vez un amor. Porque un secreto llevado por dos almas es, por lo menos, una tierna caridad cariñosa, una lucecita encendida en la tiniebla y cuidada por dos ternuras.

¿Qué más, para ser un ensueño de hombre y mujer y una fusión de corazones, un apoyarse el uno en el otro, cuidando la azul llamita de la lucerna en la noche del desierto? Creo ahora, triste casi hasta morir, que quise mucho a aquel niño orgulloso y desdichado. Creo que él también me quiso mucho ... ¡Sumo Señor del infierno cierto y el cielo ni siquiera entrevisto: creo que debo arrodillarme para agradecerte la celeste rosa de oro con que iluminaste mi infancia! Con cuánta humildad deslumbrada te digo por ella: ¡Gracias, Señor! (¡Y tengo toda la cara mojada de lágrimas!)

En la vidriera de la casa de comercio donde esperaba su destino entre viejas lámparas, antigua ferretería, frascos de pasas y abanicos de papel humilde, el rifle de Chico Carlo me atraía irresistiblemente. De ida y vuelta de la escuela, seguida por Tilo con mi cartera en la boca, yo vigilaba todos los días, con el corazón palpitante, la existencia del arma codiciada. Y al verlo, entre sus jaulas de caña, o silbando, con las manos en los bolsillos, esperándome siempre, le decía bajito, sonrojada y feliz:

--Chico Carlo: está, ¿eh? No lo han vendido todavía. Él fingía fastidiarse, arrugaba el entrecejo, pero sonreía a hurtadillas.

-¡Metidal ¿Quién te manda a bichar nada?

El corazón de Susana sabía que era una bravuconada, pero su boca, tan pronta a la risa, fruncíase en un puchero. Apenas lo veía aquel gato montés hecho muchacho, sacaba del bolsillo un puñado de frambuesas, arriesgadamente robadas en la quinta del cónsul francés, y aplacábame admirable:

-No, boba; no estoy enojado. Tomá.

¡Frambuesas con olor a violetas, frutos que parecen desear ser flores! Nunca más he vuelto a probarlas. Y ahora, si las encontrase, tal vez cerrara, los ojos sin tender la mano hacia ninguna. Quizás no tengan el mismo sabor, la misma fragancia, igual dulzura. Quizá ...


Un día encontré a Chico Carlo bruñendo contra su pantalón de color indefinido, una de aquellas monedas de cobre que circulaban cuando yo era niña, y que están en el tesoro intangible y tiernamente melancólico de mis recuerdos infantiles.

.-¡Qué lindo ese vintén, Chico Carlo! Parece el sol.

-Le hice un mandado a doña Cesárea y me lo dio ella. Tomá. Lo fregué bien para vos. ¡Para mí!

¡Aquel mendiguillo, que pretendía un juguete inaccesible, me daba su única fortuna! Tal vez te haya temblado un poco la barba, Dios Padre. Yo sentí el corazón como una golondrina palpitándome en la garganta. ¿Iba a salírseme por la boca, sofocada por una emoción sin nombre? Dos lágrimas calientes me rodaron por las mejillas. Di vuelta corriendo y entré en mi casa. Por la ventana del cuarto de mi madre, sin levantar el cortinado de muselina a motas blancas, vi a Chico Carlo sentado junto al muro, barajando pensativo su moneda de cobre. Parecía que en el pecho se me amontonaba la ternura como un tibio regocijo de lana bien tejida. Y creo que nunca en la vida quise tanto a nadie como a aquel niño extraordinario, que soñaba desesperadamente con un mínimo juguete inalcanzable, y me daba la luna.

Dondequiera que esté, páguenselo los ángeles. Yo ruego por él, siempre.


Y un día feliz me dijo mi madre:

-Nena- ¿no te acuerdas que mañana es el Santo de Chico Carlo? Hay que regalarle alguna cosa. Trata de saber si desea algo ... Claro, mi hijita, que no sea caro, ¿eh?

¡E rifle! Chico Carlo iba a tener su rifle, y yo se lo regalaría. -Yo, Susana, su amiga, que lo adoraba. Era tanta mi ventura,- que me puse a saltar en un pie solo, por todo el patio, cantando, mientras golpeaba las manos como si aplaudiese un buen -gesto del destino, actor perfecto: -Un rifle, mamá. Un rifle de lo de Fíorito.

Un rifle. ¡Oh, oh, ohi El rifle de Chico Carlo. Cuesta solito diez vintenes.

Lo compré esa misma tarde, tan contenta, que casi no podía esperar al día siguiente para dárselo. Me hormigueaba el cuerpo.

5

frotándome sin cesar los brazos. Reía sola. Apenas lo atisbé en la nochecita, de vuelta de sus correrías, con las piernas todas arañadas y un nido con pichones de jilguero contra el pecho, no pude menos de gritarle, saltando otra vez en un solo pie:

-Chico Carlo, ma-ña-na es tu san-to. Tu santooooooo.

Se paró bruscamente.

-Qué decís? ¿Estás loca?

¡Pobrecillo! No estaba acostumbrado, como los demás niños, a que le festejasen su día. Quedó pensativo y entró en In casa " decirme siquiera: "Hasta mañana".

Susana sintió como si el sol que tenía en el alma, bruscamente se le cubriera de ceniza.

Dormí mal y no desperté alegre, aunque sin preguntarme por qué, pues era tan pequeña que todavía no sabía interrogar a los acontecimientos. Permanecí despierta mucha rato, con los brazos cruzados bajo la cabeza, hasta que Feliciana trajo el café con leche. Cruzó lento el carro del frutero don Benito Pérez Trío:

-¡Naranjas!

Pensaba Susana:

-Estoy cansada de comer naranjas. Don Benito es gallego. La mancha de humedad de la pared vuelve a aparecer, gracias a Dios. Si Yango la pinta de nuevo, lo mato. Hoy es el santo de Chico Carlo. Voy a regalarle el rifle de lo de Fiorito*. Quiero mucho a Chico Carlo.

Y perezosa o triste, se adormiló de nuevo, con una rosa en cada mejilla, pero ninguna ya en el corazón.

¿Por qué fue aquello, brujas, malas jardineras de la noche?


Mamá, asombrada, despertó a la niña.

-Nena, que son las ocho y se va a ir tu amiguito a sus correrías. Levántate y llévale tu regalo, pues ... Verás qué contento va a ponerse.

Me levanté sin entusiasmo, fastidiada, encontrando que las trenzas que me hizo Isa me apretaban demasiado.

-¡Viuda! -le dije rabiosa, con una maldad punzante que rara vez he vuelto a tener en la vida.

Por el -espejo vi que a mi hermana se le humedecían los ojos, pero me contestó con su eterna apariencia tranquila:

-Nunca me digas eso, así, Susanita. Es muy triste ser viuda, haber perdido a compañero que se quiso tanto ... mi pobre Eduardo, ...

Pero no pudo más mi hermana desventurada, y un sollozo que trató de dominar en seguida, le pasó la esponja de sal* de las lágrimas por sus tersas mejillas de taso sin aderezos. Me di vuelta, desesperada, prendiéndome de su cuello, anhelante de pena, también llorando, como sólo saben llorar los niños buenos e impulsivos.

-Perdóname, Isa; yo no sabía ... Nunca he sido viuda ... Perdoná, me por tu gordinflón tan bonito, que yo adoro.

Ella ya sonreía, tierna, casi divertida, al fin, por la declaración rotunda de soltería perfecta que le hacía su hermana pequeña. Era una tempestad en un vaso de agua, pero para mí fue como si me estuviese ahogando en mi Tacuarí* natal, orla- do de cañas llenas de penachos, y camarotes de flores azules.


Tomé el regalo envuelto en mísero papel de estraza -¡qué sabía. yo del lindo papel de seda y las cintas de suntuosos coloridos!- y con las mejillas echando fuego me dispuse a llevarle el regalo a mi Chico Carlo, oyendo, mientras salía, que mamá comentaba con Isa:

-¡Ya Susana hizo una de las suyas! ¡Qué criatura! ¡Pobre mi hijita; va a tener que sufrir mucho con, ese genio! ... Dios me la ampare.

-No te equivocaste, mi buen ángel! Si mi corazón fuese un acerico ¡qué difícil sería clavarle un solo alfiler más!

Había llovido en la noche, cosa muy común en aquella zona frontera con el Brasil -el brujo Brasil deslumbrador, de las esmeraldas, los cafetales y las culebras- y volví corriendo a calzarme sobre mis cuidadas botitas de prunela*, los zuecos descalzos*, traídos de Yaguarón, con ancha suela de madera de sauce, y pespuntes verdes, cruzados de hilos color púrpura. Fue entonces que oí* lo que mamá le decía a su hija mayor, y, susceptible, me sentí herida:

-¡Camarga*! -le devolví sin ningún miedo ni respeto, lo que creía una injuria. Vi fruncirse el ceño en tempestad. También ella, mi santo amor, era impulsivo como su niña, y la vi avanzar dispuesta quizás a darme unos coscorrones muy merecidos.

Pero a tiempo se interpuso María Isabel, conciliadora:

-Mamita, mamita, por favor, ¿no ves que esa criatura no sabe lo que dice? ¡Si es casi tan chiquita como mi nene!

-Sí, pero hay que corregirla; si no va a ser insoportable como ... Dejá, nomás; hoy vas a ir a la escuela. Eso es lo que aprendes con el vagabundo de mi comadre María.

¡Dios Padre! ¿Tuviste alguna vez siete años y alguien te obligó a aprender letras y números, tortura demoníaca?

Escapé, furiosa, pero no muy valiente. A "mi Camarga" se le podría decir una insolencia, pero los menudos azotes y la escuela, no eran una amenaza despreciable.

Casi se me fue Chico Carlo. Ya se marchaba descalzo y silbando, cargado con sus trampas y sus crueles hondas de voltear palomas. En seguida olvidé toda la tormenta doméstica. Le chisté a tiempo y se detuvo con una leve sonrisa en la boca y el eterno ceño del entrecejo.

-¡Chico Carlo, esperate un poco!

Crucé con sumo trabajo la angosta calle de barro negrísimo y pegajoso. Un zueco se me quedó casi en la mitad del trayecto, y gracias a la ayuda de mi amigo, que para mí no fallaba nunca, llegué por fin a la acera de enfrente, triunfante, con mi regalo. Se lo ofrecí al del santo.

-Toma, Chico Carlo; que los cumplas rnuy felices con tu mamá, doña María, y el Ángel de la Guarda y que seas bueno y tengas salú . . . y . . . y ...

No recordé más de la retahíla que procuró enseñarme Feliciana.

Él tomó el envoltorio, todavía sorprendido; se encontró con el rifle, y vi cómo una sombra oscura le iba ganando la cara, el pecho jadeante, las manos que empezaban a temblarle. Por primera vez en su vida e oí murmurar humildemente;

-Gracias. ¡qué precioso!

Y en seguida lo inaudito: se volvió de espaldas con brusquedad, recostóse en el muro con la cara sobre el brazo doblado y lo vi sacudido ver esos sollozos sin eco que son peores que íos huracanes. Sus pies rojizos y duros parecían hundirse en las piedras de la acera, bordeadas de alegre gramalla, recién lavada por la lluvia de la noche. Los dedos, tantas veces heridos por piedras y rosetas espinosas, estaban encorvados hacia adentro, en una contracción de dolor íntimo, transmitido a los músculos, que lo sacudía de pies a cabeza. Muy pocas veces he vuelto a ver un sufrimiento tan contenido y tan desolado. Yo procedí maravillosamente. Ahora puedo analizar su angustia y mi buen sentido. Éramos entonces dos niños -¡tan chicos!-, dos animalitos instintivos, y nada sabíamos de lo que nos sucedía. Comprendo hoy bien su humillación de valeroso hombre en potencia, el que hasta entonces dio, protegió, fue el varón señor, a pesar de su miseria. Con un admirable instinto de mujer, que lamentablemente luego se pierde por la razón, el orgullo, la filosofía, el análisis, el querer o no conciliar, me puse otra vez a mi juego de la pierna renga -mi recurso de alegría o confusión entonces- y le dije, aparentando una falsa comprensión de los hechos:

-¡Discúlpame, Chiquito! (Fue mi primer y único diminutivo de ternura para él.) No es el mismo rifle que vos ibas a comprar, pero yo no tenía más que siete vintenes y tuve que ir a la tienda de don Crisanto.


Y cantando desentonadamente:


Don Juan de las Casas Blancas

tres patios puso en el horno,


volví a mi casa, siempre saltando en un pie solo, pues uno de mis zuecos protectores continuó pegado en el barro. Como si no hubiese visto la derrota de aquel hombrecito tan altivo y tan huraño, nada comenté, nunca lo dije nada a él mismo. Tres o cuatro veces usó el rifle terciado en su cinto de cuero de carpincho que él mismo hiciera, tal vez para no herirme con el repudio total de mi regalo. ¡Dulce alma extraña! Después desapareció definitivamente, y por una tácita delicadeza ninguno de los dos volvió a mentarlo. ¡Oh, Chico Carlo, que no puedo olvidar! ¿Dónde estarás, mi pequeño salvaje querido? ¿Aún hay ángeles? ¿Tendré yo alguno todavía, aunque por la Sagrada Voluntad del Altísimo me siga con los brazos cruzados dejándome herir contra todos los riscos? Pues entonces, aunque haya que canjearlo por un dolor más, que si mi Chico Carlo vive -tal vez ya entrecano y cada día más amargo e implacable que le dé de cualquier modo el rifle más hermoso y mejor darnasquinado que se pueda encontrar en planetas o cielos. Y que se haga el más certero cegador de Judas y Pílatos -los peores bandidos eternos- como si ese rifle fuera un cuervo de múltiples picos de plomo. Yo sé bien que a tales ciegos Dios no les mandará arcángeles para lazarillos; de su noche, corno al patriarca Tobías*. Si no ... que vuele a los montes de mi Cerro Largo paterno y elija el árbol de ceibo o arrayán más lleno de flores vivo coral*, lino delicado*- y lo lleve a vivir dulcemente sobre su último camastro con un nido de jilgueros sobre una florida horqueta. Un nido como aquellos que él ;saqueaba sin saber que cometía un crimen. Y así mi Chico Carlo alcanzará la indulgencia y tal vez la redención, porque los trinos armónicos y puros entonarán un "Dios te salve" continuo que calentará sus huesos y sosegará su ánima, para que descubra el camino ascendente de la puerta de oro que ha de abrirle el Todopoderoso, tan estrictamente magnánimo con los señalados por su justicia " fallas, que hasta me parece oírle decir con una deslumbrante sonrisa de aurora:

-Entrá nomás, muchacho, que aquí tengo para vos chingolos y bagres a montones.

Yo seguiré rezando.


















ternura infinita. Confesión autobiográfica que sintetiza el estado ánimo y el sentimiento que nutre estos relatos.

vintén. Del portugués "vintem" (moneda equivalente a 20 reis); fue 19 primera moneda de cobre proyectada en el Uruguay y valla un quinto de real: el lexicón oficial registra sólo el vocablo "veintén". Actualmente circula en moneda de níquel, con el nombre de veintén o dos centésimos.

realito. Nombre popular con que se designaba en el Uruguay, a la monedita de plata, que era la décima parte de un peso; a la moneda de dos reales, conversacionalmente, se le suele llamar "chanchito".

realito de plata. Frase pleonástica, pues el real era moneda de plata

todas arañadas. Todas en uso galicado, como tout en francés, con significado de completamente.

de lo de Fiorito. Construcción del castellano rioplatense.

la esponja de sal. Figuradamente, las lágrimas como esponja que empolva de sal las mejillas.

Tacuarí. Río que limita los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres en el Uruguay y desemboca en la laguna Merim.

botita de prunela. Que están hechas con un tejido de pruna y algodón y tienen punteras de cuero.

zueco descalzo. Zapato rústico hecho con suela de madera sostenida con tiras de cuero o hilos de color.

fue entonces que. Que galicado, corresponde cuando.

¡Camarga! Epíteto despreciativo, localismo melense resultante de -: contraer la frase "cabeza amarga". equivalente a "tonto, tonta " o "cabeza de chorlito".

lazarillo. Conductor de ciego; vocablo originado en el nombre de Lázaro, protagonista de la novela picaresca El lazarillo de Tormes.

Tobías. Célebre judío del que dice la autora, en su libro Estampas de la Biblia, que es de "los sufridos que no maldicen aunque estén unidos en el fondo de una cisterna que suda salada humedad".

vivo coral. Figuradamente alude al color rojo de las flores de ceibo o "seíbo", grafía usada por algunos escritores gauchescos.

lino delicado. Figuradamente, el color blanco de las flores del arrayán




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ABUELA SANTA ANA

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Todos los sueños de mi infancia están arrullados por cuentos muy criollos, de gracia socarrona o de dramatismo fantástico. Feliciana, mi negra aya, y mamá, se repartían la amorosa tarea de contar a la insaciable, historias de animales conversadores y de fantasmas vagabundos. No sé cuáles prefería. Fui dueña de un mundo plácido, extraordinario y escalofriante en el que filosofaban las pequeñas bestias silvestres y hacían de jueces y vengadores los aparecidos sin paz en sus sepulcros.

Feli era la narradora de esas leyendas que me bañaban en el gustoso frío del miedo, y que yo ocultaba a mi madre para no perder la fortuna de escucharlas. Ella, por su parte, me contaba las andanzas y aventuras de los animales del campo, recogiendo preciosas tradiciones ya casi perdidas. De este modo aprendí a querer a esos burritos peludos, grises y blandos como de algodón, veinte veces tataranietos de aquel que, llevó a Egipto la Sagrada Familia y al cual San José azuzaba con un florido vástago de la flor que lleva su nombre; así supe de la astucia del zorro que se hace el muerto para burlar al león, su juez, que le exige severas cuentas de sus fecharías innumerables; palpité de ternura por los amores del ratón Pérez con la hormiga Jacinta, viuda inconsolable del glotón que encontró la muerte en la olla del puchero, atraído falazmente por la irresistible fragancia del tocino, y conocí también la bondad de la comadreja que le llevó a la Virgen María una gallina gorda para su caldo de recién parida, por lo que la celeste señora le bendijo el vientre, dándole el privilegio de poder transportar, al abrigo de la propia piel, a los hijuelos nacidos de sus entrañas. En el mundo de los niños, las bestias tienen una importancia fraterna. No puede faltarles el entendimiento ni la palabra, razonan y dialogan, son buenas o malas como los hombres, pero les llevan la ventaja de mantener estrechas relaciones con seres fantásticos que son sus útiles amigos y a veces les hacen partícipes de su poderío.

Así, desde que tenía cuatro años, yo sé que los duendes defienden a los pájaros de los ataques de las víboras que van a saquearles el nido. Cuando alguna perversa crucera demuestra torcida intención hacia una familia colombina, por ejemplo, los enanitos que duermen dentro del fresco corazón de las lechugas, van a darles el aviso:

-Huya usted con sus pichones, Garganta de Plata. Por ahí anda "la enemiga negra" rondándole la casa.

Y si la madre no puede emigrar con la cría, aún implume, ellos forman alrededor del nido, un cordón defensivo. La mala pécora, chasqueando con rabia la cola, se va silbando amenazas, pero no se atreve a volver, porque esos hombrecitos más pequeños que mi dedal, podrían hacerle pasar un desagradable momento de batalla.

Ya una lejana ascendiente suya perdió los colmillos, es decir, sus armas y su fuerza, pretendiendo morder el cuerpecito duro como el hierro de un duende que montaba la guardia junto a la prolija media de un boyero *. Y por siempre la especie ha de recordar la lección dura y eficaz. ¡Cuánto, cuánto aprendí entonces que no sabía leer en los libros ni en la vida!

Feliciana, analfabeta y cándida, era una gran maestra. Ella dio magníficas clases de fantasía a mi imaginación:

-Feli, ¿los bichitos de luz llevan colgada en la cola una lamparita que se prende y se apaga? ?

-Pois sí, Susana. O Niño Jesús dio ó candelas para que alumbraran ó caminho de bobó Santa Ana, cuando iba a visitarlo de noite, á escondidas dos mamelucos de Herodes*.

Desde entonces no cacé más luciérnagas para guardarlas dentro de frascos transparentes y darme la ilusión de poseer un trozo de cielo estrellado dentro de mi cuarto, después que mi madre, apagando de un soplo la lámpara, me decía con su voz de terciopelo de terciopelo.

-Hasta mañanita, Susana. Que la Virgen María te arrope en su mundo y que el Ángel de la Guarda cuide bien tu sueño.

No, nunca más apresé bichitos de luz .¿Cómo iba a dejar sin sus candelas a la señora Santa Ana? .Se perdería en el camino y acaso la apresasen los mamelucos ( Versión de Feliciana) ), del terrible tetrarca de Galilea.

M hijo heredó ese respeto por las luciérnagas. Abuela Santa Ana puede estar segura de que ya nunca ninguno de mi raza la dejará a oscuras en sus nocturnas visitas al divino nieto. La gente de nuestros campos siempre la ven cruzar por sus sembrados (señal infalible de buenas cosechas), con las manos llenas manzanas o naranjas para Jesusito. Delante suyo* van los gusanos de luz aclarándole las sombras. Yo también la vi. La vio mi hijo, cuando empezó a gustar el encanto de los cuentos, llenos de sucesos maravillosos tan ciertos como el sol. Han de verla mis nietos, todos los niños de mi sangre. Como Abraham, sueño ya con los que en mí han de tener su raíz. Fundo una familia en la que las tradiciones han de ser amadas y cultivadas como parte de la riqueza doméstica. En el descendiente que a los cinco años no crea en los duendes y los encantadores, en los males que hablan y las cosas secretamente animadas por un espíritu como el suyo, apenas estará mi sangre. Mis descendientes de edad no mayor que el número de los dedos de la mano con que trazo estas palabras, para que los reconozca mi sombra, han de ser amigos y hasta compadres*, el buey que calentó

con su aliento al sagrado niño del portal de Belén, del perro ovejero que defiende del diablo, con disfraz de lobo, al rebaño confiado a su, custodia, de las golondrinas que con el pico fueron quitando a Cristo la corona de espinas de la frente; del chingolo* que le avisa al labrador cuando, viene viento, o cuando anda cerquita la lluvia. Y aun del ñandú tonto que esconde la pequeña cabeza entre los pastos, creyendo así despistar a los cazadores; de la vaquita Victoria; del Juan Grande* resumido p con sus medias rojas; de las garzas viajeras que hacen visitas a la luna; de la perdiz rabona y silbadora, de la mulita que sabe enternecer a sus verdugos pidiendo perdón con las manos juntas; del venadito*, lleno de gracia, y del tero despistador*. De todo ese mundo fresco, cándido, encantador y puro, que ilumina la infancia y que nos da lo fabuloso cuando lo necesitamos tanto corno nuestro tazón de leche en el desayuno y el diario y bendito pan de corteza crujiente y dorada. Los animales son nuestros aliados perfectos. Tilo, mi perro, está aún en mi corazón, después de más de treinta años en que el polvo de su cuerpo vestido de pelo amarillo se mezcla la madre tierra de Cerro Largo. Mi gato Alí sigue viviendo en mi recuerdo, con su gola* gris y su hocico de seda rosa. Y el caballo tubiano* de mi padre, que todas las noches galopaba hasta el cielo para traer en su lomo al guardián de Dios que cuidaría mi sueño, perdura en mi gratitud corno en la época angélica en que me hacía tan señalado servicio.

Para los de mi amor y de mi sangre, para los hijos de mi hijo, y Stelio, mi ahijado, existirán los animales que hablan y la fábula los mecerá en sus rodillas como una buena nodriza, narradora de historias tiernas e invocadora de duendes amigos y de bestezuelas sentenciosas y amables.





media de un boyero. Metafóricamente, el nido de un boyero, pajero cantor que teje su nido colgante con fibras vegetales, en las ramas flexibles de árboles próximos a corrientes de agua; el nido semeja una media de color casi negra, de aquí la razón de la frase del texto media de un boyero.

-Pois, sí, ... de Herodes. -Pues sí, Susana. El niño Jesús les dio luces para que alumbraran el camino de abuela Santa Ana cuando iba a visitarlo de noche, a escondidas de los mamelucos de Herodes.

mamelucos. En el Brasil. mestizo de blanco e india; gente formada en el periodo de la conquista, acostumbrada al contrabando y matar o esclavizar indios, según el jesuita historiador Dobrizbaffer. La autora se refiere a los riograndenses rebeldes que, en 1893, lucharon- contra los republicanos o legalistas a los que denominaban "pica- paus" (picapalos), y no a los que asolaban la campaña uruguaya.

Delante suyo. Americanismo y solecismo de construcción, por ante de él o de ella.

compadre. Según Saubidet (Vocabulario y refranero criollo), compadre de sacramento es "el padrino del hijo de otra persona con respecto a ésta"; en el campo rioplatense, "compadre dice un paisano a otro amigo como título de amistad, aunque no lo sea de sacramento.

chingolo. El Diccionario de la Academia Española registra "chjn- col", que no es el vocablo usado: es pajarilla común, semejante al gorrión y de agradable canto sencillo; es el pájaro predilecto de los paisanos por su familiaridad; la especie tiende a desaparecer perseguida por los gorriones y los tordos, que parasitan en sus nidos.

Juan Grande. Del brasilerismo "Joao-grande"; nombre vulgar de la "cigüeña" en América; es ave de la familia de los ardeideos.

venadito. diminutivo del "venado de monte" americano, de color canela oscuro, llamado también "guazubirá".

tero despistador. A esta característica de la zancuda vigilante, numerosa en el Río de !a Plata, aluden los versos gauchescos de Martín Fierro (2133-2135).

"... hacen como los teros

para esconder sus niditos:

en un lao pegan los gritos

y en otro tienen los güevos".


gola. Adorno de encaje alrededor del cuello; por extensión se da el mismo nombre popular al cuello de ciertos animales: por sus plumas, corno en el "lechuzón", o por sus pelo, como en ciertas razas de perros y en los gatos de Angora.

tubiano. Brasilerismo, dícese del animal yeguarizo de pelo negro con manchas rojas o blancas; llánasele, también, tobiano

SOLDADO DE POLICÍA

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¡Preciosa hacendosidad* de las madres pueblerinas ! La mía aprovechaba hasta lo que parecía inservible. Y en mi casa, confortable y tranquila, reinaba la holgura .Con esa dulce seguridad de vivir que da la despensa surtida, y mana de los pisos relucientes, de la lencería abundante, del reposo que trae el montón de economías bien escondidas en un pañuelo anudado, oculto en un rincón de la cómoda para cualquier día de borrasca. Mi madre, ángel práctico, protegía nuestra tranquilidad develando por el buen orden de las finanzas caseras. Allí nada se perdía, Como si hubiese escuchado la gran lección del universo" todo lo utilizaba indefinidamente, en una serie de transformaciones sucesivas, ingeniosas e interminables. Era ordenada y prudente hasta en la caridad.- Conservó sus pobres toda la vida como una prolongación de sus deberes de ama de casa. Y siempre repetía una sentencia del padre, que fue para ella como el inmutable programa de virtud de su vida:

"Cada uno debe cuidar escrupulosamente de los suyos, del número de necesitados que pueda atender como si de veras fuesen sus parientes allegados”

Si todos cumplieran bien esta obligación, andaría mejor el mundo y la humanidad llegaría la conocer la paz y tal vez la felicidad. Después ya no habría ni grandes ricos ni grandes pobres por lo menos desaparecería el odio que crea la indiferencia, y no habría tampoco esa humillación de la fría caridad común, que tanto daño hace a los corazones. Mi madre sabía dar y sabía conservar.

Yo guardo de su condición ahorrativa, un recuerdo imborrable. Fue a causa de un capote militar de mi padre, algo descolorido y deshilachado en los bordes, y que ella convirtió en un abrigo para mí, eligiendo partes mejores del paño, y cortándolo sobre un patrón que tomó de "Modas y pasatiempos”*. Orgullosa de mis botones dorados con un ancla en el centro, y de mi cuello de terciopelo, bordado de soutacbe*, marché con él a la escuela, por primera vez una gris mañana de julio. Los vidrios de todas las casas del camino me servían de espejo. Caperucita Roja debió amar su encarnada capa de abrigado capuchón. Pero el gozo me duró muy poco. Al llegar a la esquina del mercado, desde un grupo de muchachos harapientos partió hacia mi, como una a de fusil, un mote burlesco:

¡Soldado de policía!

La frase rebotó contra mi femenina vanidad que tan oronda que iba de la prenda recién estrenada. Me detuve furiosa. Una ola sangre invadió mis mejillas; bajo el ceño tempestuosamente fruncido debieron centellearme los ojos; se inflaron los carrillos como para estallar. Volví la cabeza calculando con rapidez la sagacidad de mis fuerzas de combate, frente al grupo agresor, que seguían partiendo las hirientes palabras de mofa:

-¡Soldado, soldado de policía!

Era pequeña, ocho años apenas, pero decidida y brava. Con cartera a la espalda, encendida y resucita, avancé hacia los adules a defender mis fueros de elegante en ciernes. Los dos mayores huyeron entre risas estrepitosas. Quedóse aguardando a pie firme un mulatito retacón y de mal genio, a quien ,devolví la injuria prendiéndomele sin más trámites de las rojizas motas. No sé cuántos minutos duró la refriega. Sé que nuestra buena Feliciana, que salía del mercado con su canasta de verduras frescas llegó conmigo a casa, cubierta de barro, sangrando por un arañazo en la frente, con mis trenzas casi deshechas y las manos llenas de botones dorados que había ido arrancando, enconada, por el camino.

-¿Ves tú, Isabel, la que consigues Con tus economías exageradas? -dijo mi padre ayudando a despojarme de mis enlodados vestidos, mientras yo iba narrando entre un turbión de llanto, mi homérica aventura. Ella, reteniendo contra su pecho .mi cabeza despeluzada, levantó hacia él los ojos serenos y una sonrisa picaresca le pasó por la cara.

-No son mis economías exageradas, Juan Luis. Es que esta niña ... es bien hija de su padre. A veces me da lástima que no sea un varoncito.

¡Un varoncito! ¡Oh, mamá querida, qué mujer tan tímida y miedosa hizo luego la vida, de aquella niña decidida y franca que era tu hija pequeña! ¡Nada queda en ella del soldadito que tu laboriosidad mandó a la escuela aquella mañana de julio y que, con un valor heredado de su padre, supo defender con sus puños minúsculos la linda coquetería que le vino de ti, tan amiga de claras muselinas y de zapatos de alto tacón aun para el infatigable correr de todo el día en las tareas de tu pulcra casa! Aún ahora, viejecita, no claudicas, y tus pies menudos siguen empinándose sobre tacones que son la desesperación de tu médico. Bien sabes que fue precisamente por ser ya hoy mujer en medio de mi candor que aquel día memorable sostuve aquella reñida batalla, y me llené de repudiados botones relucientes, las malecitas enfurecidas.














hacendosidad. Neologisrno por celo, esmero, preocupación, vigilancia.

Lección del universo. Alude a la ley física de la materia: en el universo nada se pierde, todo se transforma.

Modas y pasatiempos. Revista de modas y artes domésticas, muy popular en los hogares del Río de la Plata en los comienzos de presente siglo.

soutache. Voz francesa, que da origen al vocablo "sutás", registrado en el lexicón académico y muy poco usado; es cordoncillo que para adorno.







LA NIÑA, El PRINCIPE Y El CAFÉ CON LECHE

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La infancia y la adolescencia, esas dos épocas de mi vida que ahora me parecen tan remotas y extrañas corno un cuento, ¿me han pertenecido realmente? ¿Fui yo, de veras, aquélla niña vivaz y esta jovencita huraña, silenciosa y apasionada que veo en el recuerdo a una luz de sueño? ¿Y fue mi casa esa pequeña casa antigua, blanca, con un gran patio, lleno de rosales entre las coles? Mi madre desciende los tres escalones de la puerta del comedor, con su ancho delantal con puntillas, su vestido de muselina clara, el pesado moño sedoso sobre la nuca, y vuelvo a oír su voz aguda:

-¡Susana!

Una cabeza coronada de apretadas trenzas castañas surge entre la maraña de gajos con que una enredadera de caracol*, .Millonaria de caprichosas flores retorcidas, protege una especie de túnel abierto entre el muro, guarnecido de hiedras y la balaustrada de la escalerita de madera que baja hacia la quinta:

-¡Estoy aquí, mamá!

-¿Qué haces que no vienes a tomar el café, criatura?

No puedo, mamá. Me robó el mago Sietededos, y mientras no llegue el Príncipe Afortunado, que ha de libertarme, tengo que seguir presa en esta horrible cueva.

-¡Ven en seguida a tomar tu café, Susana! ¡Ah, Dios mío, es, criatura parece tonta! Las cosas que se le ocurren, y las rarezas que hace. ¿A ver? ¿Ya volviste a sacar la colcha de tu cama para disfrazarte? ¡Y otra vez con mi prendedor de coral y el abanico de Fernanda! ¡En seguidita a dejar todo eso en donde lo sacaste! y a la mesa, también, en seguida.

En las oscuras pupilas de la niña hay una luz obstinada y una expresión ausente. No la entienden. Ella es una princesa cautiva, con su manto de púrpura, su broche de rubíes y su abanico de plumas de faisán. Sube despacio los escaloncitos carcomidos, arrastrando la cola de raído damasco carmesí, en la que un desgarrón que luego mamá coserá rezongando, enhebra una rizosa hojuela de helecho arrancado de la planta durante la lucha con el hechicero. En su cabecita de siete años retumba el galope del alazán*- su caballero que corre a libertarla, y en sus oídos resuena el rumor de las trompetas y los písanos de la comitiva regia. Pero ella ya no estará en la cueva cuando Afortunado llegue a salvarla y a pedirle su mano. Culpa de mamá. Mamá no comprende y se empeña en que beba su taza de café con leche y se atiborre de tostadas. Los ojos inocentes, abiertos ávidamente al mundo de la fantasía, se llenan de lágrimas. Pero está bueno este aromático café del Brasil, que papá y sus hombres pasaron de contrabando por la frontera de la Mina*; es sabrosa esta amarilla manteca traída de la chacra ayer mismo; y el tazón de loza orlado de pimpollos rosados y mariposas doradas que vuelan sobre un pastor y una pastora que se están besando, encanta a Susana, arniga de las cosas bonitas. Todo está muy bien, y Susana empieza a sentir un apetito que le envidiarían las reinas, hartas de arroz con leche y almíbar perfumado de limón. Mamá la mira de reojo, sonríe, y dice, señalando la taza semivacía

.-¿Quieres que vuelva a llenártela, hijita?

Y por un rato, en el terrible subterráneo cubierto de un laberinto de enredaderas fragantes, el mago Sietededos y el Príncipe Afortunado fraternizan en el olvido de la princesa que despacha con un apetito absolutamente candoroso y plebeyo su segunda taza de café con leche y la ultima rebanada de pan casero con manteca amarilla que pone la garganta suave como una gamuza. A los siete años la imaginación es fácilmente sofocada por el estómago, amo imperioso. Y filosóficamente, Susana, envuelta en su manto real de viejo damasco y el abanico de lentejuelas de oro junto a su platillo, se consuela de la aventura trunca, dando fin, cumplidamente, a la nutritiva merienda. Sus redondas mejillas echan fuego y le rebrillan los puros ojos que ya se encargará la vida de nublar más adelante, cuando ,nada pueda consolarla. ¡Ah, muchas veces, después, su plato quedará intacto ante ella, inapetente y melancólica por sus sueños desvanecidos y sus esperanzas frustradas








enredadera de caracol. Enredadera que produce flores que tienen forma espiralada. semejante a la de ciertos caracoles

alazán. Color, en el animal Yeguarizo, formado por pelos amarillos y colorados; según la preponderancia del matiz, se agregan el vocablo alazán adjetivos tales corno "dorado" (con reflejos áureo). "tostado" (con abundancia del castaño), "ruano" (con pelos blancos en la cola y las crines).

de la Mina Arroyo de la Mina, que desemboca en el río Yaguarón, sirviendo de límite internacional entre Brasil y Uruguay, en el departamento de Cerro Largo.





LA MUJER DE BARBA AZUL

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En el pueblo, de antigua edificación portuguesa, con techos de teja y ventanas enrejadas, no había más que una sola casa de dos pisos, que en el vértice de su tejado tenía una veleta que era un gallo de metal herrumbroso. Daba a la plaza, con un gran zaguán de piedras rectangulares y un laurel rosa ante la puerta. Todo el mundo pasaba frente a ella con absoluta indiferencia. A mí me estremecía. La habitaba una señora que nunca iba de paseo y a quien llamaban simplemente "la viuda", antonomasia que parecía indicar que en aquel pueblo dichoso era la única mujer que no conservaba su marido. jamás se asomaba a la calle, nunca abría sus ventanas y creo que tampoco recibía visitas. Una jaula con un canario, suspendida por un alambre del complicado encaje de hierro de uno de los balcones, dejaba caer sus trinos, todos los días de sol, sobre el cuadrilongo umbroso y callado de la plaza. En mi diario pasaje para la escuela, en vez de cortar camino por el sendero que la cruzaba en diagonal, yo iba por las veredas laterales para pasar por la casa de "la viuda". Y siempre al enfrentarme a ella, repetía mentalmente el diálogo clásico

-Ana, hermana mía, ¿no ves nada?

-Veo que el sol arde y la hierba verdea.

-Ana, hermana mía, ¿no ves nada?

-Veo una nubecita de tierra en la parte más lejos del camino..

-Ana, hermana mía, ¿ves algo ahora?

Sí, veo dos jinetes cuyas armaduras brillan a la luz y cuyos caballos corren hacia aquí como centellas.

-¡Oh, Ana, agita tu pañuelo para que se apresuren ¡Son nuestros hermanos

Un día me apercibí * de que en el tronco del viejo laurel había antiguas desgarradura

-Aquí -me dije-- debieron atar sus corceles, cuando llegaron, los hermanos de Ana. Y ella debió estar en aquel balcón de la esquina.

Descubriendo la silogística, yo pensaba que mi pueblo era único del mundo y que esa casa, la única de dos pisos que existía en él, también debió ser por esta circunstancia la que ocupó Barba Azul ... Su mujer esperaría rezando al pie de la escalera que yo atisbaba a pasar, en el zaguán profundo, el aviso que se aproximaban para salvarla los hermosos capitanes del rey. Y la hermana Ana, desde su balcón dominante vigilaría camino agitando su blanco pañuelo de bordadas puntas. Así como a poco, el cuento de Barba Azul fue siendo para mí un episodio real, ocurrido en mi pueblo. La mujer desobediente y curiosa vivía allí, tras aquellas paredes, esperando al príncipe con quien se casó luego y que había marchado a la guerra a conquistar tesoros y tierras. Vestiría un traje de larga cola con langas abullonadas* y cuello de encaje. Su collar de perlas le caería en tres vueltas hasta las rodillas. Las caravanas* de ,esmeraldas rozarían la piel de sus hombros níveos y redondos, era rubia, dulce, hermosa y aun tendría en los ojos una gota espanto. Yo confiaba en que habría de verla un día cuando fuese a subir a su carroza para ir a buscar a su esposo, malherido por los "mamelucos" de Río Grande do Sul*, de quien oyera contar horrores. Acariciaba la esperanza de animarme entonces decirle.

-Señora, ¿quiere usted que la acompañe? Sé curar heridas, como mamá, con yerba-mercurio machacada y agua de baldrana*

La ficción se me volvía realidad palpitante y secreta. Empecé a creer que nadie en el pueblo hablaba de ese episodio por miedo a los fantasmas de Barba Azul y sus siete mujeres decapitadas. Y entré en la general confabulación de silencio, temiendo yo también despertar las sombras sangrientas con interrogaciones que fuesen como un conjuro*. Sólo una vez le dije a mi madre:

-Mamita, ¿Barba Azul vivió en la casa del gallo de fierro? Me miró ella sorprendida- '

-¡Qué ocurrencia, Susana! ¿Por qué preguntas eso?

Y ya nunca más volví a preguntar nada sobre esto. Los niños saben callar mejor y más inteligentemente que los grandes. Una tarde mi madre se puso su vestido de seda negra y se colgó del pecho el relojito de oro con una rosa de esmalte en la tapa, que llevaba, sostenido por un prendedor en forma de lira, cada vez que iba a hacer una visita de etiqueta. Un suave aroma de alcanfor me envolvió entera cuando se inclinó hacia mí para anudar en mis trenzas el infalible lazo de cinta azul.

-¿Adónde vamos, mamita?

-Vamos a visitar a "la viuda"'que ha perdido una hermana. Pórtate bien, Susana, y no digas tonterías.

Me sentí sofocada, con el corazón latiéndome como una golondrina presa contra el pecho. ¡Había muerto la hermana Ana! Dentro de minutos entraría yo, de la mano de mi madre, a la casa de Barba Azul. Iba a conocer a su mujer, a penetrar, tal vez, en la sala roja de las decapitadas, a vivir horas memorables en el escenario mismo de los sucesos apasionantes y terribles. Cruzamos la plaza en silencio, contra mi costumbre de ir preguntándolo todo. Siento, corno si fuera ahora, el rumor de la falda de moaré de mi madre al rozar contra las piedrecitas del balasto, el ruido del viento entre el follaje de los naranjos llenos de frutas pintonas y hasta el silencio, que estos rumores hacían más profundo y resonante en la inmensa tarde del pueblo.

Creo que estaba pálida cuando mi madre levantó el llamador de bronce y sus dos golpes menudos resonaron en la oquedad .del zaguán embaldosado.

Una limpia mulata de delantal de percal nos acompañó por la escalera hasta la planta alta. La mano me temblaba sobre barandilla de hierro y cuando mi madre se hizo la señal de la cruz ante la hornacina del rellano, donde amarilleaba un Cristo su negro madero, no atiné a imitarla, yo que siempre me iba a copiar todos sus gestos cuando la acompañaba en sus visitas

Una pulcra viejecita de luto nos salió al encuentra, apoyándose en un bastón y tanteando la pared con el gesto peculiar de los ciegos.

-Misia* Felicitas --dijo mi madre- siento mucho la muerte de Petronita.

Y agregó, guiando hasta mi cabeza la mano amarilla y seca que la señora agitaba en el aire, buscándome para su caricia:

-Aquí está mi Susana.

Sentí en la mejilla la sensación poco agradable de los labios marchitos. Una ansiedad imposible de describir me oprimía el pecho. Inconscientes del drama mínimo que estaba, invisible y silencioso, desarrollándose a su lado, ellas siguieron hablando de cosas familiares hasta que llegamos a la sala. Nada en aquella habitación respondía tampoco a mi fantástica concepción la casa. Pesados muebles de caoba, cortinados de damasco amarillo, viejos cuadros y viejas cosas pulcras. Sobre la cómoda, bajo un fanal de vidrio, un rollizo niño Jesús sostenía en sus manecitas apenas visibles entre las mangas recamadas de lentejuelas, un mundo minúsculo como un carozo de butiá *. Dentro de un jarrón de loza blanca y dorada, un manojo de laurel bendito erguía sus secas ramas agudas, recuerdo de algún lejano Domingo de Ramos en que tal vez la misma dueña de casa con luz en los ojos todavía, lo trajese por sí misma de la iglesia.

Todo allí tenía esa pátina* de placidez casi inocente que imprime la vida a las cosas que jamás han sido testigo de ninguna borrasca. Imposible encontrar un rastro de lucha, una seca gota de sangre, una huella trágica. La voz de "la viuda" era, como la de mi abuela, cascada y tranquila. La realidad más desconcertante iba embistiendo a mi mundo de imaginaria, tan nutrido, de elementos vitales, que dentro de mí había cobrado contornos de formidable autenticidad. Cuando salimos de nuevo a la calle, una desilusión tan grande que después muchas veces en la vida me ha servido de filosófico consuelo comparándola con otras, me oprimía la garganta como si fuera a ahogarme. Se me derrumbaba mi cuento maravilloso. Perdía mi ilusión, la quimera que me iluminó los días era ya un frío puñado de cenizas. Tuve la sensación de que me empujaban al vacío, donde ya no era dueña de ninguna imagen ni de ningún héroe. No pude más y apoyando la cara contra el brazo de mi madre, estallé en sollozos. Ella se detuvo alarmada.

-¿Qué tienes, Susanita?

Y yo, disimulada y cobarde como una mujer que ha sufrido un desengaño, contesté, sabiendo que luego tendría que soportar complicadas curas de enjuagatorios con agua de amapolas y aplicaciones de fuertes esencias en alguno de mis anchos y resplandecientes caninos recién rnudados.

-¡Ay, ay, mamita, cómo me duele un diente





apercibí. En la acepción de "observar", "ver". "notar" -como en texto- es galicismo.

abullonadas. Americanismo de origen francés, corresponde a cierto tipo de amplias mangas características de la moda femenina del siglo XIX

caravanas. Americanismo de uso generalizado, por "pendientes". Río Grande do Sul. Estado brasileño limítrofe con el Uruguay.

baldrana. Criollismo rioplatense por "bardana" o "lampazo" nombre de una planta medicinal registrado por el lexicón oficial

conjuro. Imprecación o Invocación con que el vulgo cree que los hechiceros o brujos realizan sus falsos prodigios.

Misia. Tratamiento equivalente a "mi señora", en América del Sur -según Amado Alonso- es tratamiento de respetuosa familiaridad a damas de cierto rango social, que tiende a desaparecer.

butiá. Fruto de una palmera, del tamaño y color del damasco.

pátina. Tono suave, como desvanecido, que da el tiempo a las cosas antiguas.


LA GUERRA

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Veía hombres con fusiles y lanzas, carros cargados de fardos, mujeres que lloraban, gente de rostro preocupado, niños con delantales negros sobre sus trajecitos de todos los días, lentas carretas cubiertas de lonas, que conducían soldados harapientos, a cuyo paso decían los curiosos:

-Son heridos. Vienen de la batalla. Los llevan al hospital de sangre.

Era la guerra. Yo no la comprendía, pues todo era para mí algo vago e inconcreto. Esforzándome por representármela, la asociaba al terror de aquel fantasma sin cabeza que echaba fuego por los ojos y aullaba como un perro, que la imaginación infantil había creado absurdamente, pero con ese vigor de la fantasía popular, que es la madre legítima de la leyenda. Antes de que estallase la guerra, había aparecido en nuestro cielo un gran cometa resplandeciente, y un coro de lamentaciones acompañaba noche a noche su ascensión radiante:

-¡Qué desgracias anunciará ese maldito!

-Peste y sangre traen siempre consigo.

-Las cosas marchan tan mal ... Dicen que Aparicio* anda reclutando gente.

-¡Dios mío, qué nos espera!

Yo prendí aquella gran cola estelar al sudario del fantasma sin cabeza, y así tuve, luego, la guerra. Detrás de la Catedral, en un hueco oscuro de la pared exterior de la torre, sobre la calle en cuesta, frente al que nadie quería pasar después del toque oración, allí donde el fantasma aparecía para los audaces o descuidados que se atrevían a desafiarlo, allí estaba la guerra. Niña aventurera, me dormía soñando con expediciones homéricas para librar al pueblo de aquel monstruo intangible. Más de una vez mi madre tuvo que levantarse, en la alta noche, atraída por los gemidos de mis pesadillas. Con la luz del sol reconquistaba mi coraje. Pretendía infundir entusiasmo libertador a mis amigos. Sólo me respondió siempre, con una sonrisa irónica, Chico Carlo:

-Si vos querés ...

Pero en el grupo de las niñas se movían las cabecitas con obstinado y cautelosa desconfianza.

-En mi casa no hay pistolas ...

-Si mamá se entera no me va a dejar ...

-Si fuese de día ... Pero de noche da mucho miedo.

-Yo no puedo correr. Sufro del corazón, como "mama señora * ".

Fue inútil prometer medallas de oro que nos mandaría "el rey" como premio, y cosas hermosas, exquisitos dulces, juguetes y collares de filigrana de plata que habría de regalarnos todo el pueblo agradecido. Sólo yo era valerosa, imaginativa y temeraria. El hombre sin cabeza quedó intacto.

La guerra siguió sangrienta. Isa puso alrededor de la copa del sombrero de mi padre una ancha divisa* blanca con letras bordadas en gusanillo de oro y chispeantes lentejuelas. Un aire misterioso circulaba por toda la casa. Isa bordaba de noche otras cintas blancas, ocultando el bastidor detrás del sofá, si alguien hacía sonar la mano de bronce de la puerta de calle. Mamá preparó una maleta de lienzo azul con muda de ropa interior, paquetes de provisiones y reliquias de santos.

-Cuídale, Payaso -decía mi madre enjugándose los ojos, al fiel negro que en los días de paz fue siempre nuestro quintero, y en los de guerra, enfundado en un viejo capote militar, sirvió de asistente y visible ángel de la guardia a mi padre.

-Aunque él no quiera , date maña Payaso, para prenderle el lado de adentro de la casaquilla, sobre el corazón, esta reliquia para las balas, en los días de pelea. Aquí tienes también la tuya. Guárdala, hijo.

Sí, ama Isabel.

-Éste es el café, recién tostado y molido. En el envoltorio amarillo va la marcela*. En este verde, el mburucuyá*, no te olvides. Aquí, cipó-miló* para las víboras. El de cordón azul son hojas de pitanga*, por si le sientan mal esas cosas que muchas veces tendrá que comer sólo Dios sabe cómo ... Ésta es la sal.

Blanqueaba la dentadura perfecta de Payaso.

-Sí, ama Isabel.

-¡Ay, Jesús mío! -sollozaba entonces mi madre.

Y en la noble cara del negro borrábase todo vestigio de sonrisa para asegurarle conmovido:

-No llore, ama Isabel, yo cuidaré muy bien al patrón, quede tranquila.

Velas humosas ardían a toda hora ante las imágenes sagradas. Con el rosario suspendido de la cintura, mi madre hacía sus tareas, murmurando oraciones de continuo. Nadie sembró .ese año la quinta, y los chingolos y las pávulas * se dieron buenos hartazgos con nuestros higos. El mejor banquete fue con las brevas negras, que tanto celaba mi padre. Venían visitas de aspecto furtivo y a veces emisarios misteriosos pasaban muchos días ocultos en la troj, y uno, cierta vez, dentro de la parva de alfalfa. Yo sentí que mi madre, creyéndome dormida, l0 comentaba con Isa, pero no dije nada a nadie.

Un oscuro instinto ordenábame callar y sólo me atreví a confiarle en voz baja a Feliciana:

Soñé que entre la alfalfa habla escondido un príncipe encantado,, Feliciana.

La cara lustrosa de la negra tomó un raro tinte ceniciento:

--Cállate, Susana, por a Virgen santa, no diz una palabra a naide, si no el home sin cabeza, de atrás da igreya, va vir a sentarse perto a tua cama, de noite*.

Temblé de terror. A la luz del sol casi no le tenía miedo al espectro, mas la noche me llenaba de espantos. Todo el mundo de lo desconocido era su dueño y tal vez mi ángel guardián se atreviese a desafiarlo.

Pero la guerra me aburría. El pueblo estaba triste, la plaza sin retreta los domingos y el paso de tropas nacionalistas del gobierno -blancos y colorados*- había perdido para mí todo interés. Voy a decir por qué.

Una mañana muy temprano me despertó el ruido inusitado de una casa animada y alegre, tan distinta a la de todos los días, que me puse a abrir mucho los ojos y creo que también la boca para convencerme de que no dormía.

Feliciana me alcanzó el buen tazón de café con leche de sabroso aroma y escapóse en seguida, casi a brincos, cosa también muy extraña en ella.

Todo parecía en un mundo nuevo: las ventanas abiertas, una colcha de seda celeste tendida en el balcón sobre el que flameaba la bandera patria, Isa y mi madre yendo de un lado para otro en el preparativo apresurado de canastas llenas de ropa, galleta "bolaxa"*,' y paquetes de tabaco.

-Susana, hijita, levántate ligero que hoy llegan los blancos. Átale en las trenzas la cinta azul, Feli.

Mi fantasía infantil, jamás perezosa, empezó a trabajar activamente.

Imaginaba un desfile de seres extraordinarios, algo así como una interminable teoría de ángeles o de santos. Y trompetas de oro, caballos engualdrapados, -estandartes rutilantes, banderas de raso, "mamelucos" encadenados, haciendo tremendas parejas con tigres de los montes del Cebollati*, o fieros cerdos salvajes de los palmares de Rocha* . Empecé a correr por la casa, incomodando a todos, hasta que un agudo toque de clarín nos precipitó al balcón, abierto de par en par. Por un extremo de la calle apareció un grupo de hombres con lanzas y sucias banderolas blancas. Había, en nuestro barrio, casas festivamente engalanadas, llenas, hasta la vereda, de gente alegre, y casas herméticas, cerradas, como si sus habitantes hubiesen sido escamoteados por las brujas durante la última noche.

Feliciana colocó entre Isa y mi madre, uno de los canastones llenos. Luego me tomó en brazos, recomendándome afanosamente:

-Da vivas tú también, Susana. Son los soldados, de dom Joan Luis *.

Pronto la calle se llenó de hombres gesticulantes, barbudos y harapientos, que pasaban en nerviosos caballos peludos gritando cosas que yo no entendía. Uno se detuvo un momento, dio a mi madre una carta, recibió de ésta un paquete y volvió a sumarse al desfile ruidoso, que parecía interminable.

Mamá y mi hermana tenían la cara mojada de lágrimas.

Oí murmurar a Feli:

-¡Os pobres! ¡Os pobres! Jesusito protéxalos!*.

Y sustituía las cestas vacías por otras llenas. Cuando ya no hubo más, mi madre entregaba vintenes de cobre, apretones de mano, palabras de bendición y de aliento. Yo me sentí muy desilusionada.

Los blancos eran hombres desaseados, roncos y desagradables.. Los clarines sonaban en la abultada trompa de negros sudorosos y horribles. Las banderas, descoloridas y en jirones, carecían de grandeza. Decididamente, la guerra era para mí cada vez más incomprensible.

Fue algún tiempo después, que un episodio sin relieve épico, casi de comedia burlesca, me dio la clave inesperadamente. Bajo el parral del patio, vi una mañana preparar las ofrendas simbólicas que mi madre iba a llevar a la Catedral para ganarle a mi padre la protección del Cielo.

Comercio ingenuo entre el creyente y la divinidad, pacto de salvajes y de niños, que creen dar algo a quien todo lo posee. Mamá había traído un pequeño cesto rústico de mimbre descortezado, que vi mullir de hojas de albahaca y bergamota de menudas. espigas floridas.

Feliciana hizo velas de cera virgen, que llenó toda la casa de un rico olor a miel, y mi hermana concluía recién un lindo pañal de batista, bordado en un ángulo. Yo miraba aquello, anhelante de curiosidad.

-¿Qué vas a hacer con todo esto, mamita?

-Vamos a llevarle un regalo a la Inmaculada para que nos traiga sano y salvo a papá, Susana

. -¡Ahaaaa ... ! ¿Y esa cajita de pana, mamá?

-Es el dedal de plata de mamá Annuncia, para que la Señora cosa con él.

-¡Ohoooh! ¡Y el sonajero de cuando yo era chiquita!

-Es para que juegue el Niño Jesús, hija.

-¿Y esa manzana reineta*?

-Para que Santa Ana se la dé a su divino nieto cuando no quiera dormir.

-¿Y las velas que hizo Feli?

Con ellas se alumbrará San José en el taller si se le hace tarde y tiene poca luz para terminar el trabajo.

-¡Ay, mamá!

-¡Ay, Susana, qué cabezazo me has dado! No he visto criatura más novelera.

Quizás fue éste el diálogo.

Yo lo recuerdo en esencia, en adivinación de palabras, en claridad viva de los detalles.

Sé también que mi madre se quitó a último momento uno de sus aros de oro, escribió algo en un papel, lo introdujo en el cesto, y le dijo a Isa:

-Prometo llevar toda la vida sólo un aro y con ese otro mandarle hacer un corazón a Nuestra Señora, si a Juan Luis no le pasa nada malo en la guerra. Candor de la fe a la vez dadivosa y solicitante, inmensa inocencia de toda filosofía, sencilla esperanza de recibir la dicha a cambio de los pequeños dones domésticos. Las dos, conmovidas, se pusieron a llorar. Yo también, a gritos.

Calmada, conseguí que mamá me dejase llevar el cesto con los regalos para los divinos destinatarios. Muy oronda de tan importante misión, crucé las calles del pueblo, de la mano de mi madre, en dirección a la iglesia. Hervía el verano sobre el polvo rojizo que levantaba un viento de fuego, y las hojas oscuras de los naranjos, en la plaza desierta, se encanutaban con la sequía y el calor. El rostro de mamá era encendido y preocupado bajo su sombrilla de blondas. En el reloj de sol, sobre una pared del atrio, mi madre leyó al entrar:

-¡Las once ya! ¡Cómo se me hizo tarde, Dios mío!

Dentro, ¡qué grata frescura y qué linda penumbra! En los altos ventanales de vidrios de colores, el ardor del sol se detenía y sólo pasaba una luz muelle, que iba: tendiendo a través de la nave, bandas rojas, violetas, amarillas y azules, como de una seda transparente y preciosa, mil veces más suave que la de los moños de cinta de mis trenzas. Era un gusto tratar de tomarlas en la mano y verse los dedos teñidos como por zumos violentos.

Encantábanle ir a la iglesia, porque en ella el mundo corriente se convertía en uno de en uno de los de mi imaginación infatigable.

Adoraba la vasta bóveda azul tachonada de estrellas de oro y minúsculos astros; el altar circundado de gordos ángeles en vuelo; el sol imperturbable, que le hace fondo a la dulce figura de la virgen del Rosario, patrona del pueblo, San Roque y su perro; San Pedro y sus llaves; la custodia rutilante; el más pequeño roce hecho allí rumor alarido por el eco, y la paz que luego buscaría desesperadamente entre el tumulto de la vida y que sólo habría de encontrar en esa quietud de los templos vacíos, donde todo parece detenerse para que Dios escuche mejor los ruidos de la batalla y las quejas de sus criaturas heridas. Pero la guerra había llegado de modo ácido hasta el Interior de aquella iglesia mía. Frente al altar lateral de la Inmaculada, hermosa talla en madera, vestida por las manos primorosos de las señoras "blancas", estaba el de Jesús, cuya imagen, también en rica talla antigua adoraban y vestían las damas "coloradas". Los dos altares, azul y oro uno, oro y rojo el otro, polarizaban la agresiva devoción y el odio político que dividían cii dos bandos militantes a las familias de la villa. Hasta en el hospital de sangre la caridad tenía cintillo*, y ninguna enfermera voluntaria alcanzaba una taza de caldo al herido que no era de los suyos. Pero en la catedral, la pasión lugareña se patentizaba en una continua rivalidad de lujo y cuidadosa guardia de los dos altares antagónicos,

Candelabros de plata y exvotos de oro, para los que se fundían joyitas antiguas, viejas esterlinas, águilas y dobleáguilas que ya sólo se ven en ricas colecciones de numismática. En los paños sacros, deshilados primorosos y blondas patriarcas. En uno, el raso celestes la seda alba, las lentejuelas entre flores cultivadas en los jardines de los revolucionarios; rizadas violetas, blancas azucenas, jazmines del Cabo, rosas de Cambray, y no-me-olvides, taso-nacionalista, jazmín de Saravia, camelias albas; en el otro, flores purpúreas, encendidos ibiscos, ceibo, tulipanes, toda la perfumada llama floral, ante aquel Nazareno de dulce rostro, en cuyas manos taladradas ardía el corazón en una inútil ofrenda de universal amor. Ninguna "blanca" hubiese encendido un cirio ni murmurado un padrenuestro ante el altar donde se rezaba por el triunfo de los enemigos.

Ninguna de las otras hubiera sido capaz de inclinarse ante aquella imagen con los pies florecidos de auténtico oro procedente de alhajas regaladas por las partidarias de los insurrectos.

Reinaba la guerra, sorda, ardiente, dentro mismo de la Catedral de mi pueblo. La conocí aquel día, yo que no había podido comprenderla aún. Mientras mi madre rezaba absorta, yo, harta de los colores que estaba cansada de usar, aquel celeste y blanco dominantes en mis vestidos y mi casa, fui a arrodillarme ante el altar de enfrente.

Me gustó aquel Jesús de manto cesáreo, aquella encendida sinfonía de rojos, aquella faz triste y severa levemente inclinada hacia su propio corazón flameante.

Dos señoras de velo negro y corbatas de raso del mismo color carmesí, oraban con igual devoción que mi madre. Todas pedían la mismo,. la victoria de los suyos, la destrucción de los enemigos. Yo contemplaba todo aquello con una curiosidad apasionada, cuando de pronto sentí que mamá me alzó casi en vilo, diciendo irritadamente mientras me sacudía por los brazos.

-¿Qué has venido a hacer aquí, Susana? ¿No sabes que nuestro altar es el de enfrente?

Casi sin moverse, una de las señoras volvió hacia nosotros la cabeza. Una cara llena de arrugas, amarilla y fría, aparecía entre los pliegues del velo. No olvidaré jamás sus ojos de acero, su boca pálida de labios demasiado finos, su nariz ganchuda.

-Andá no más, blanquilla retobada, que ya te arreglaremos las cuentas cuando vengan los nuestros.

Mi madre, que había dado algunos pasos apresurados hacia la puerta, casi arrastrándome consigo, se detuvo un instante, el preciso para murmurar su respuesta

-No lo querrá la Inmaculada, salvajona. Ella no abandona a los suyos.

Después me tomó de nuevo de la mano, hizo una gran genuflexión ante el altar mayor y otra dirigida al "nuestro" y a pasitos menudos me llevó hasta la calle, que ardía. Allí abrió nerviosamente su sombrilla. Tenla la cara encarnada, los ojos que parecían despedir chispas, un gesto de batalla que yo no le conocía. Esa noche se me condenó a "dormir sin camisa" -castigo supremo que se daba antes en los pueblos a los chicos desobedientes- por mi delito de ir a arrodillarme ante el altar de las "sumacas"*.

Santos antiguos vestidos de brocatos* y terciopelos. Imágenes de piedad y de paz. Por ellas, sin embargo, supe lo que era la guerra y la sentí en el dolor y la vergüenza del castigo infamante. Nada como esa dura pena infantil y aquella colorida escena en la casa de Dios, me ha dado una sensación más aguda e imborrable del abismo que la rivalidad política puede encender, como un mal fuego, entre las humanas criaturas. No podía razonar aún, pero me quedó en el corazón, como encogido por un miedo sobrenatural, una instintiva sensación de repulsa y terror por las luchas de los hombres. En el mundo de los niños no existen esos venenos. ¿Para qué luchar con ellos, luego, la vida?. Sería tan fácil poseer siempre paz, practicando un solo precepto sencillísimo

- ¡Amaos los unos a los otros!...

Pero eso parece muy difícil en esta tierra menuda y rencorosa, donde se respira siempre entre la batalla.




















Aparicio. Nombre popular de Aparicio Saravia, guerrillero y revolucionario del Uruguay. (Véase: Saravia, Aparicio, pág. anterior)

mama señora. Modo respetuoso y familiar americano del tratamiento correspondiente a la abuela, equivalente a "señora abuela", 'señora madre"- mama es vocablo equivalente a mamá y a madre. En el Río de la Plata el vocablo es de uso frecuente.

divisa. Rioplatensismo; cinta, generalmente de raso, en la que se borda alguna declaración o desafío y que usan los militares en tiempo de guerra.

marcela. En el Río de la Plata, planta aromática y medicinal. ?

mburucuyá. Nombre indígena americano de la "pasionaria", ..pasiflora" a "flor de la pasión"; se usa en infusión, corno sedante.

cipó-miló. Planta indígena americana que la farmacopea popular preconiza contra las picaduras de víboras.

pitanga o ñangapiré (del tupí); arbusto indígena llamado "pitanguero" cuyo fruto silvestre es parecido a una guinda y cuyas hojas son apreciadas en la medicina popular.

pávulas. Nombre vulgar del gorrión europeo aclimatado y convertido en plaga en América.

de noite. -Cállate, Susana, por la Virgen santa, no digas una palabra a nadie, sí no el hombre sin cabeza (el fantasma a que se hace referencia en el texto) de atrás (que aparece) de la iglesia, va a venir a sentarse cerca de tu cama, de noche.

blancos y colorados. Denominación de los dos partidos tradicionales e históricos en la República Oriental del Uruguay.

galleta "bolaxa". 'Bolacha", y también "bolaxa", son portuguesismos que corresponden al nombre de una clase de galleta especial hojaldrada de forma cúbica a la que en el campo suele denominarse “galleta cuadrada".

Cebollati. Río importante del departamento de Cerro Largo.

palmares de Rocha. Característica vegetación de una vasta zona del departamento homónimo en la parte este del Uruguay.

- Da vivas ... Joan Luis. -Da vivas tú también, Susana. Son los soldados de don Juan Luis.

-¡Os pobres! ... protexalos! -¡Los pobres! ¡Los pobres! Jesucristo protégelos.

manzana reineta. Variedad de tal fruta, de exterior verde amarillento

cintillo. Divisa. distintivo.

sumaca. Despectivo de la misma naturaleza del anterior que tiene su origen, posiblemente, en el vocablo "zumacaya" o "zumaya", nombre de una zancuda nocturna

brocatos. La autora y buenos hablitas americanos escriben "brocato" y no brocado como está registrado en el diccionario oficial, preferentemente.

















DUENDES DE CERRO LARGO

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Tan hermosas son mis violetas de los Alpes, que en la madrugada envuelta en nieblas, se las dan de llama las nobles coro las de terciopelo, doble regalo de dulces telas a la mujer insomne que tanto gusta de la luz y del espejo.. Con la frente como si fuera a hundírseme en los vidrios, asisto al milagro de la 'luna velada venciendo con sus platas desvanecidas la creciente marca sideral, entre lirios y azulada ola. Adentro, buena sombra doméstica orillada de los mínimos duendes familiares, viejos como toda mi raza; los duendes de mi piel y de mi sangre, prestos a la ayuda, ricos de misterios humildes y sagrados. Los conozco, les doy sus nombres eternos; desdeño o solicito sus collares con las piedras del sueño, las pantuflas tejidas con las hebras del cabello que se me cae, sus cascabelitos de oro que escucho nombrar apaciblemente a toda la gente de la casa

-¡Cómo cantan los grillos!

-¡Qué coro de ranas creídas que la luna es una lagunita en cuyas orillas se afina el canto!

Sólo Feliciana, mi negra aya, y yo, sabíamos que los ruidos de la noche, dentro de las casas, pertenecen a seres infinitamente pequeños e invisibles, que son nuestros servidores mientras no tengamos manchas de maldad en el corazón. Ahora, desde este balcón de siete lustros en que está suspendida mi vi da de mujer, contemplo, en el prodigio de este nocturno marginado de flores exóticas, los otros años que quedaron atrás, plácidos, crédulos, puros. Y vuelvo a recordar las cosas tan amadas, los duendes de mi hogar de Cerro Largo, cuando aún no sabía leer y era muy sabia: el del-hervor-de-la-leche, el del amasijo, los de la costura, la mermelada de membrillos, el pan fresco, la ropa limpia, los dulces del Brasil, las agujas de crochet, los zapatos lustrados, la rueda de la máquina de coser.

--Oía Susana-. rninha puntilha de maia, amaneceu hoye com uas hileiras mais de puntos. O duende me fixo un poquitinho pra axudarme. ¡O pobrel Voy dexarle un bocadinho de doce de leite, Gústale moito".

Y así lo hacía. Si se lo tomaba Tilo en la amanecida, o lo merendaban los ratones de lindos ojillos como negras cuentas, nunca lo pensamos Feli ni yo. A veces venía hasta mi cama, en puntas de pie, cuando ya estaba meciéndome el sueño:

-Susana, a manhá voy a facer pan, bien cedo. Tú que eres un anjo, pide a o duende que me leude bein a masa.

Medio dormida, yo obedecía arcangélicamente

-Duendecito del pan, hacé que la masa crezca bastante y las roscas salgan ricas. Feli te hará una para vos solo y yo te la pondré en el tirante del galpón en seguida que saquen el pan del horno.

Y me desplomaba sobre mi buen colchón de lana, ya dormida, dejando a mi negra aya, tierna y agradecida, la tarea de arroparme y, muchas veces, de decir por mí las últimas oraciones, las de la noche.

Creíamos las dos en el cielo y en los santos, pero era a los duendes a quienes invocábamos para todas las necesidades diarias, Los sentíamos a nuestro alrededor, Con miradas cómplices nos comunicábamos el significado de cualquier crujido de. los pisos o de la madera de los muebles; de cualquier gemido del viento sobre el tejado o del tamborileo de la lluvia en los vidrios y contra las lustrosas hojas de los naranjos, repique seco como de granizada. Nuestros duendes corrían descaradamente bajo el aguacero nocturno, con sus minúsculos zuecos de madera de saúco. Si mi madre cosía, con oído experto sabíamos

cuándo el duende hacía más ligero el girar de la rueda; si nos figurábamos que mis botitas estaban más brillantes, ya sabíamos las dos que eran nuestros generosos amigos quienes habían hecho la paciente faena . Pero a veces también los, sentíamos llorar en el huracán. Y decía mi oscura y sabia profesora de maravillas.

-Os probecinhos xoran porque face doucentos años, sua ,rainha perdeu una sortixa de ouro y no encontrou elha todavía.*

Entremezclando portugués y español con términos criollos, Feli decía las cosas de un modo que me encantaba, contándome episodios fabulosos. ¡La sortixa de ouro de una duendesa rainha! Me parecía maravilloso. Pero, llorar de tal modo y tanto tiempo por un anillo que debía tener el diámetro de un estambre de amarillys, resultaba un poco tonto, aun para una niñita de cinco años.

Sí, pero era un anillo mágico. Okra, el duende mayor que vive cerca del polo -una punta de la estrella de la tierra que tiene sombrero de hielo se lo dio a los duendes de Cerro Largo en una visita que le hicieron para llevarte de regalo cordero recién nacidos, guindado de pitanga*, bolos de cuajada* y naranjas maduras, de las quintas de Pérez-Trío y Pepe Chico. La región es pobre, sin metales ni piedras preciosas, al revés de otras donde hay ríos con arenas de oro y montañas henchidas de riquezas fulgurantes. Arazatina vino loca de alegría con ese presente para su grey. Sus humildes súbditos podrían viajar por los arroyos de gran correntada sin temor a hundirse, sobre hojas de camalote o ciscaras de troncos de sauce; podrían encontrar collares de cuentas de colores, enterrados por los arachanes.*, con sus muertos, en los cerros de Aceguá y Guazunambí*, cubiertos de negras carquejas* no dejarían perder, en esta tierra sin lobos, pero de clima tan desigual, ningún corderito recién parido que fuese atacado por los caranchos, y las cosechas serían buenas, pues alejarían el granizo y prevendrían las grandes secas. Porque son malas, dejarían sin lengua a todas las brujas que echan feítizo* y las comadres que enredan a los parientes, como mi tía Florbella. Jamás fallarían las mermeladas de guardar para el invierno, no se apestarían* las uvas, y la lana bien esquilada de las ovejas de mi abuelo don Modesto Morales, sería blanca, limpia, de muy buenos precios. Feli, mi buena Feli, cuánta riqueza y qué dicha! Pero la loca de Arazatina bailó tanto, saltó tanto, que de contenta perdió su anillo entre las cañas tacuaras de la orilla del río. Ahora lloran con el caliente viento del norte, que trae la lluvia, o con el frío viento del sur que pone el cielo despejado y hace, en las madrugadas, iuh ... u ... uu . . . uh! como un animal salvaje, la reina Arazatina, más pequeña que el dedal, de mi madre, y sus vasallos.

La fiesta, corno casi todas las fiestas, les costó cara a los pobrecillos y a todos nosotros.

Tal vez si en lo que me queda de vida mis duendes de Cerro Largo encotrasen un día el anillo mágico, yo volvería a ser feliz.






















Oía Susana,... moito. -Escucha, Susana - mi puntilla de masa amaneció hoy con unas hileras más de puntos. El duende me hizo un poquito parar ayudarme. ¡Pobre! Voy a dejarle un bocadito de dulce de leche. Le gusta mucho.

-Susana,... bein a masa. -Susana, mañana voy a hacer pan, bien rápido. Tú que eres un ángel, pídele al duende que leude (fermente) bien la masa.

- Os probecinhos. .. elha todavía. -Los pobrecitos lloran porque hace doscientos años, su reina perdió una sortija de oro y no la encontró todavía.

guindado de pitanga. Frase que corresponde a bebida alcohólica hecha con pitangas: es uruguayismo "guindado" y significa "bebida hecha con guindas", por tanto no tiene explicación lógica la frase "guindado de pitangas", siendo preferible la expresión "licor de pitanga".

bolos de cuajada. Pequeños quesos de quesán, que tienen forma casi esférica a cónica.

arachanes. Indios de origen guaranítico, que fueron exterminados por los "mamelucos" y habitaban en las costas de la laguna Merim. El nombre "arachán" está formado de Ara (día) y (chane) el que ve, por esto el pueblo que constituían era "el que ve asomar el día" o sea la zona del Este uruguayo.

Guazunambí. Son dos cerros que se encuentran en el Departamento de Cerro Largo, cerca del río Tacuari.

carquelas. Planta indígena de uso medicinal; el lexicón académico registra "carquexia".

feitizo. Portuguesismo, "maleficio de hechiceros", figuradamente, hechizo, encantamiento".

apestarían. Figuradamente, "enfermarse", "echarse a perder".



ALGUNOS JUICIOS CRITICOS

SOBRE "CHICO CARLO"



1 ."En los últimos meses de 1944 apareció esa maravillosa autobiografía de infancia que es Chico Carlo que, siendo distinto en inspiración y tema, puede parangonarse en ternura y gracia con el Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, sin haber alcanzado la difusión de éste, porque aún le faltan años y editoriales que le den la ciudadanía del mundo.. ."

(Dora Isella Rusell, Juana de Ibarbourou, Impresora Uruguaya S. A. Montevideo, 1951.)

2. "Cuando vemos pulular en manos de nuestros hijos esa profusión de revistas bárbaras que van torciendo su mentalidad y su espíritu con engañosas imágenes del mundo del hombre, y ganándolos más o menos embozadamente hacia causas interesadas; cuando percibimos la toxina espiritual que las modernas historietas y cinenovelas contienen, los libros como Platero y yo y Chico Carlo adquieren renovado valor imponderable

La lectura de estos libros es un baño de limpieza. Como si nos dieran a respirar un aire nuevo, incontaminado y nutricio. Islas de reencuentro con el amor para los adultos; islas de exposición del amor para nuestros niños, entre el torbellino de las lecturas bárbaras y de la palabra torturante de los programas musicales.

Como lectura para niños, Chico Carlo tiene la ventaja de la alegría y de las experiencias e imágenes de la vida infantil de que está dotado Platero y yo. En éste predomina el melancólico tono de alegría; en Chico Carlo predomina el molde de los sueños ingenuos de los niños y la blancura de sus actos; aunque desde ellos la autora se remonte a menudo hacia su dolor o su tristeza.

Chico Carlo presenta una serie de relatos de experiencias infantiles que los niños leen como cuentos donde encuentran una prolongación de sus propias experiencias. Como la materia está proporcionada por la realidad de las experiencias evocadas, y la transmisión se efectúa por medio de palabra

fácil, conversacional, maternalmente familiar al oído de los niños, los relatos cobran a sus ojos la validez de experiencias personales. 'Como literatura infantil, pues, Chico Carlo va más allá aún que Platero y yo, porque es, menos que éste, pretexto para otras cosas y salva mejor la dificultad de acceso a su materia y su pensamiento por las mentalidades de los pequeños lectores.

La literatura infantil ha servido, durante siglos, para introducir a los niños en mundos de fantasía y ensueño, mundos de imposibles. Chico Carlo, en cambio, los vuelve reflexivamente sobre su propia realidad; los encarnina, sin misterio, plácida y a la vez profundamente, por el camino de sí mismos. Los lleva adecuadamente hacia el encuentro de su propio ser, sin pretensiones y dentro de las limitadas posibilidades que para ello ofrece el alma infantil.

Los niños leen estos relatos como si se tratase de verdaderos cuentos y ven reflejada, en sus protagonistas, su propia personalidad. Al mismo tiempo, entre la atmósfera de amor y de ternura que los envuelve, van oyendo reflexiones sobre cosas serias que les completan la ¡imagen y el aprendizaje de la vida. Partiendo siempre de su emoción y su sentimiento, la poetisa llega a la palabra de severo examen y crítica del hombre y de sus cosas. Así les enseña a sus pequeños lectores las actitudes concordes con su esperanza: la comprensión, la justicia, la verdad y, siempre, como motivo fundamental, el amor a todos y a todo. Hasta la crítica social y el clamor de justicia para los desvalidos, pueden conocer los niños como experiencia emocionada e inolvidable en relatos corno el titulado La reina.

La sensibilidad de Juana de América se abre hacia el prójimo desde la peripecia real de la vida. La poetisa ha nutrido su palabra con el reclamo de su existencia misma y desde su comprensión de los demás. Y su lenguaje, limpio y noble, sustancialmente poético, canta al oído sensible de los niños su lección de generosidad y amor. Y también al oído duro de los hombres, que sentirán, al leer estas páginas, la imponderable sensación de vivir un momento en una maravillosa isla de poesía, con el bien corno una atmósfera.



(Iber H. Verdugo, Grandes obras de la literatura universal, Disertaciones.

L. R. A. 7. Radio Nacional. Córdoba, 1962.)