La lluvia
Ver llover allí, en aquella chacra, era una cosa que causaba placer. Un placer tranquilo que aún me alegra.
No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la
emoción de la lluvia. Me parecía que el campo y el árbol y yo éramos
felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos penetrar
por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin
interrupción.
A mi hermana le gustaba mucho jugar a las casitas. Con cuatro palos,
algunos cueros y unos mazos de paja mansa, había construido la suya.
Era una vivienda como la de los indios.
El agua vino despacio. La sentimos llegar. La vimos venir, borrando
cerros, y dejando todo detrás de su vidrio esmerilado. Las gallinas
corrían apresuradas y ganaban hornos y graneros. Lejanos cantos de
aguateros y alborozados gritos de teru-teru confirmaron la presencia
lejana de la lluvia. Unos horneros vinieron hasta donde nosotros. Los
vimos volar y luego detenerse en la horqueta de un árbol. Habían
elegido hogar. Cuando llegaron las primeras gotas picotearon la tierra
y trajeron una mota en el pico, Colocaban la piedra fundamental de su
casa.
Las gentes del pago comenzaron a llegar a los ranchos. Venían a jugar a
las cartas. La lluvia creaba una sociedad candorosa, sencilla y feliz.
Desde los cerros comenzaban a bajar pequeñas corrientes. En las
quebradas nacían cañadas. Al campo le nacía un sistema de venas.
Mirando éste, recién comprendí el mapa con los azules nervios de sus
ríos dibujados.
Sobre los cueros llovía lentamente. Aquel asordinado tambor nos iba
invadiendo. De tarde mi hermana volvió a la casita. Quería pasar la
tarde con las niñas de la chacra jugando a las abuelas.
Quería hacer cuentos de su juventud y me pedía a mí que me portara mal
así podía decir a cada rato que los hijos daban mucho trabajo.
Mi hermana –la abuela– tenía doce años.
Aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.