Los juguetes
Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi
abuela se llevó a mis hermanos más chicos y yo fui a aquella casa que
era la más lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.
La casa no me gustó desde que llegué a ella.
La madre de mi compañero era una señora que andaba siempre recomendando
silencio. Los criados eran serios y tristes. Hablaban como en secreto y
se deslizaban por las piezas enormes como sombras. Las alfombras
absorbían los ruidos y las paredes tenían retratos de hombres graves,
de caras apretadas por largas patillas.
Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de
aquella sala no se podía jugar. Estaba prohibido. Los juguetes estaban
alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.
Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta
entonces había jugado siempre con piedras, con tierra, con perros y con
niños. Pero nunca con juguetes como aquéllos. Como no podía vivir allí,
mi padrino Don Bernardo, el vasco, me llevó a su casa.
En lo de mi padrino había vacas, mulas, caballos, gallinas, un horno de
cocer pan y un galpón para guardar maíz y alfalfa. La cocina era grande
como un barco. En el centro tenía un picadero de leña enterrado en el
suelo. Cerca de la chimenea una llanta de carreta reunía pavas,
parrillas y hombres. Pájaros y gallinas entraban y salían.
Mi padrino se levantaba a las cinco de la mañana y comenzaba a partir
leña. Los golpes que daba con el hacha resonaban por toda la casa. Una
vaca mimosa venía hasta la media puerta y balaba apenas lo veía. Luego
un concierto de golpes, mugidos, gritos, cacarear y batir de las alas,
conmovían la casa. A veces al entrar en las piezas, el vuelo asustado
de un pájaro que se sorprendía nos paraba indecisos. La casa era una
cosa viva y trepidante.
La leche espumosa y el pan casero, migón y dorado, nos acercaba a todos a la mesa como un altar.
Nuestras mañanas transcurrían en el galpón oloroso de alfalfa. De unos
mechinales altos, que el sol perforaba, caían hacia el piso unas listas
de luz donde danzaba el polvo.
Las ratoneras entraban y salían por todos lados, pues allí había muchísimas.
En la casa de padrino supe que los juguetes y los juegos que hacen felices a los niños, no están en las jugueterías.